Powered By Blogger

sábado, 30 de abril de 2016

Retrato de Mozart.

El checo Niemetschek, que fue el primer biógrafo de Mozart y lo conoció en Praga, dijo que no había nada especial en su físico: era pequeño y su semblante, a excepción de sus ojos grandes e intensos, no llamaba la atención. El tenor irlandés Michael Kelly, que llegó a ser amigo de Mozart y participó en el estreno de Las Bodas de Fígaro, lo recordó años después en sus memorias: un hombre remarcablemente pequeño, delgado y con abundante pelo fino y rubio, del cual estaba muy orgulloso; le asombraba la agilidad de su mano izquierda cuando tocaba el pianoforte; y recuerda que le gustaba bailar, jugar al billar y también beber. El compositor Hummel, que aprendió de niño con él, lo recordaba de pequeña estatura y pálido, de rasgos agradables y amistosos, ojos grandes y azules y una cierta melancolía de fondo; también dice que en su círculo de amigos podía resultar muy divertido e ingenioso, e incluso burlón. “El señor Mozart es un hombre pequeño, de figura agradable; llevaba un traje de satén azul marino, ricamente bordado”, anotó el conde von Bentheim-Steinfurt en su diario durante los días de la coronación de Leopoldo II en Frankfurt.

Resulta graciosa la anécdota que nos dejó su peluquero:

“Mientras le estaba arreglando el pelo a Mozart una mañana, justo en el momento en que estaba terminando de hacerle la coleta, de repente Mozart se levantó de un salto y, a pesar de que yo seguía con su coleta entre las manos, se dirigió a la habitación contigua, arrastrándome tras de sí, y empezó a tocar el piano. Admirado ante su forma de tocar y ante la hermosa tonalidad del instrumento -era la primera vez que escuchaba un piano como aquél-, solté la coleta y no terminé de peinarle hasta que se levantó. Un día, cuando yo estaba doblando la esquina desde la Kärtnerstrasse hacia la Himmelpfortgasse para acudir al servicio de Mozart, llegó él a caballo, se detuvo y, mientras avanzaba unos pasos, sacó un cuaderno pequeño del bolsillo y se puso a escribir música. Volví a hablarle, preguntándole si podía recibirme, y me dijo que sí.”

Según Constanze, su marido tenía voz de tenor y normalmente hablaba de manera suave y delicada.

Su cuñada Sophie, que cuidó de él junto a Constanze en sus últimos días, nos ha dejado la siguiente impresión:

“Siempre estaba de buen humor, pero incluso en sus mejores momentos siempre parecía estar pensando en algo distinto, mirándote de manera penetrante a los ojos. Cuando valoraba una respuesta a cualquier pregunta que le hicieras, fuese alegre o triste, parecía ausente y ocupado en pensamientos lejanos. Después de lavarse las manos al levantarse por las mañanas, caminaba arriba y abajo por la habitación sin parar quieto, dándose golpecitos con un talón contra el otro mientas estaba concentrado pensando en sus cosas.

Cuando comía cogía un extremo de la servilleta, la arrugaba con fuerza hacia arriba, se frotaba su labio superior; y sin darse cuenta de sus actos reflejos, con frecuencia hacía muecas con la boca mientras tanto. En momentos de ocio siempre se entretenía con las últimas modas, fueran relativas a la equitación o los billares. Para mantenerlo alejado de las malas compañías, su mujer pacientemente lo compartía todo con él. Por otra parte sus manos y pies estaban en constante movimiento, y siempre jugueteaba con algo, su sombrero, sus bolsillos, la cadena del reloj, mesas, sillas… Como si estuviera tocando el piano.”

También resulta interesante la narración que nos ha llegado acerca de la visita de Mozart a Dora Stock durante su estancia en Dresde en 1789, momento en que la pintora realizó su retrato de perfil con punta de plata. Los dos se cayeron bien en cuanto se conocieron, y ella lo invitó a cenar en su casa. Mozart se sentó al piano y empezó a improvisar, como siempre concentrado en lo que estaba sonando y sus posibilidades, al tiempo que los criados iban poniendo la mesa en la habitación contigua. Mientras se enfriaba la sopa y el asado empezaba a quemarse en el horno, él seguía tocando ausente del resto del mundo. Dora le preguntó si querría unirse a la cena con los demás, pero él siguió concentrado al piano: “ Y así disfrutamos de la excepcional música de Mozart acompañándonos en la comida”, termina diciendo.

El literato alemán Ludwig Tieck nos ha contado cómo conoció a Mozart durante sus viajes por Alemania en 1789. Una tarde entrando en el teatro todavía débilmente iluminado y vacío antes del comienzo de una representación, se fijó en un hombre situado en el foso de la orquesta a quien no conocía. Era pequeño, de movimientos rápidos, agitado y con una expresión estúpida en su cara: iba de un atril a otro con su abrigo gris revisando cuidadosamente la música escrita en las partituras. Ludwig por fin entabló conversación con el extraño: hablaron de la orquesta, del teatro, de la ópera y del gusto del público; y entonces le manifestó abiertamente su admiración por las obras de Mozart. Siguieron charlando y cuando el público empezó a entrar en el teatro, se despidieron. Movido por la curiosidad averiguó después acerca de aquel personaje aparentemente tan poco atractivo, que resultó ser el mismo Mozart.

El siguiente retrato estuvo olvidado en el Museo de Berlín hasta que en el 2005 salió a la luz como el último retrato de Mozart, pintado en 1790 en Munich por Johann Georg Edlinger, de vuelta de su decepcionante viaje para asistir a la coronación de Leopoldo II como “Santo Emperador Romano de la Nación Germana”, en Francfort el 9 de octubre. José II había muerto en febrero de ese mismo año y su hermano Leopoldo no tenía el mismo interés por la música, y se centró para empezar en solucionar unos cuantos problemas que habían surgido con sus vecinos. Mozart participó con un par de conciertos para piano en esa coronación, pero volvió como quien dice a Viena con las manos vacías en un momento en el que las deudas le acuciaban más que nunca.


Leopoldo II se fue después deshaciendo de los personajes que habían estado ocupado cargos musicales en la corte de su hermano. No puede decirse que Mozart fuese víctima de esta limpieza, siguió conservando su pequeño cargo que apenas le proporcionaba ingresos y por las circunstancias de aquel año, con la clausura obligada de teatros por el luto de la muerte de José II, apenas pudo participar en la vida musical de Viena. Por sorprendente que parezca, en ese año 1790 apenas compuso una escasa decena de piezas por lo demás de poca relevancia, que contrasta con la explosión creativa de su último año. 

Respecto del controvertido retrato de Edlinger, que se ha llegado a tachar por algunos críticos como una falsificación, lo único que puedo decir es que la semejanza con los rasgos que vemos en otros retratos es más que evidente. Lo que choca es lo cascado que se lo ve a los 35 años, y en definitiva lo distinto que aparece a como uno se lo imagina: lleno de su legendaria energía creativa que hoy día sigue asombrando. Y sin embargo, es posible que esa energía también lo consumiese de una manera acelerada.

No lleva peluca, tal como nos ilustró su peluquero y vemos en otros retratos, y su cabello rubio se le ha vuelto gris. A pesar de ir elegantemente vestido, se adivina el característico descuido de una persona distraída. Hay una cierta reserva del que, como comentó Ludwig, no expresa todo lo que piensa. En su mano izquierda, que más arriba nos ha recordado Kelly, se adivina algún tipo de actividad en sus dedos, y nos hace pensar en los comentarios de Sophie. A excepción de su metro y cincuenta y pico cms de altura, que no podemos comprobar, todo lo demás no se contradice con las descripciones que conocemos. Su buen humor, que fue el sello de su vida según Constanze, resulta evidente: pero también se percibe una cierta ausencia en su pensamiento, e incluso algo roto por dentro. Mozart era muchos a la vez y no podemos mirarlo de una manera unívoca: no estaba simplemente alegre o triste, sino alegre y triste a un mismo tiempo con todos los matices y transiciones. Las tristezas en la música de Mozart resultan perfectamente naturales, no aparecen de la nada sino que siempre han estado ahí de fondo junto con todo lo demás. A diferencia de otros compositores, él se metió como ningún otro en su música, y en cierto sentido puede decirse que la escribía en primera persona, y así lo sentimos más próximo que a Haydn o Beethoven, por poner 2 de los ejemplos más notables de aquellos tiempos.

Se trata de un retrato excepcional que consigue expresar la simultaneidad, como si fuese un conjunto en una de las óperas de Mozart, de las distintas voces y sensaciones encontradas que discurrían por dentro del retratado.

A continuación los principales retratos de Mozart que se conservan.


1. Retrato póstumo, óleo, Barbara Kraft, 1819.

2. Retrato en relieve en diversos materiales (sobre madera en este caso) según el molde de Leonard Posch, 1789.

3. Retrato de su cuñado Joseph Lange, óleo, 1782/1783. El retrato preferido de Constanze.

4. Retrato en Verona, óleo, Saverio dalla Rosa, 1770.

5. Medallón también basado en el molde de Posch perdido después de la 2ª Guerra Mundial. Según su hijo Karl, de un parecido remarcable.

6. El llamado retrato de Bolonia, copia de 1777 de otro previo que se perdió. Óleo. Según Leopold Mozart, el parecido con Wolfgang era perfecto.

7. Retrato de Dora Stock, dibujo con punta de plata, 1789.

8. Detalle del retrato de la familia Mozart de Della Croce, 1780/1781. Óleo.

Los últimos retratos de Mozart:



Semejanzas en los rostros de 4 retratos a lo largo de los años. Su ojo izquierdo parece mayor que el derecho:







Las manos de Mozart al teclado, levemente levantadas dejando caer los dedos para golpear las teclas con stacatto; y detalle final de la izquierda en el retrato de Edlinger encogiendo el medio que conecta con el primero del retrato de Verona:



Semejanzas entre los rostros de los Mozart: da la impresión de que el de Wolfgang se parezca más a la madre, y el de su hermana Nannerl al padre:



El retrato de Edlinger tiene derecho a considerarse como el mejor retrato del último Mozart. Pero por muy bueno que sea, como todos los demás retratos no deja de ser más que un reflejo del envoltorio de lo que Mozart fue, y que expresó con amplitud y profundidad con su música: no fue solamente un simple individuo con un nombre y una determinada apariencia, sino un ser humano con una vasta realidad de fondo de enorme complejidad. Fue como cualquiera de nosotros, y quizás por esa misma razón uno se queda enganchado al escuchar su música. 




sábado, 2 de abril de 2016

Don Giovanni, de Mozart y Da Ponte, 1787.

El llamado hoy en día Teatro de los Estados de Praga es el único que queda en pie en los que Mozart llegó a dirigir una de sus óperas. El edificio está algo castigado por el exterior, pero sigue conservando en su interior todavía la gracia y el ambiente dieciochesco que lo hizo destacar en su momento, y en lo principal sigue siendo como entonces. Hoy en día se siguen representando con frecuencia las óperas de Mozart a precios muy asequibles, y uno puede ir a ver por ejemplo Don Giovanni en el mismo teatro en el que se estrenó hace casi 230 años. La función empieza a las 19 h y dura más de 3 incluyendo el descanso. Al salir puedes pasear un rato de noche bajo la luz de las farolas por las callejuelas de alrededor, todavía bajo la impresión de la música de Mozart. Y quizás tengas incluso un poco de suerte y lo veas pasar con su paso rápido y nervioso y una partitura bajo el brazo, discutiendo con Da Ponte alguna escena que se ha quedado a medias mientras se dirigen a algún bar cercano para tomarse una última cerveza o una copa de vino de Moravia, y juegan un rato al billar para terminar el día.

Da Ponte cuenta en sus memorias en qué circunstancias escribió el libreto de Don Giovanni. Después del reciente éxito de Fígaro había recibido por aquellas fechas 3 ofertas al mismo tiempo que no quiso rechazar, y le pareció que era el momento perfecto para ejercitar de nuevo todos sus poderes poéticos. Fue y le dijo al emperador José II que intentaría escribir 3 libretos a la vez para 3 óperas distintas.

- No lo conseguirás -, dijo el emperador.

- Puede ser que no –dijo Da Ponte-, pero lo intentaré. Por la noche escribiré para Mozart, imaginando que estoy leyendo el Inferno; por las mañana para Martín y Soler, como si se tratara de Petrarca; y mis tardes serán para Salieri: él será mi Tasso.

Apostó con el emperador a que lo conseguiría, y entonces según cuenta se fue a casa y se puso manos a la obra. Se sentó en su escritorio y no se levantó de ahí en las 12 horas siguientes: sobre la mesa a su derecha tenía una botella de vino de Tokay, una cajita de tabaco de Sevilla a la izquierda, y en el medio su tintero. Una chica preciosa de 16 años que vivía también ahí con su madre y cuidaba de la casa, iba a su habitación para servirle en lo que fuese cada vez que él hacía sonar una campanita. A decir verdad, sigue diciendo en sus memorias, la campanita sonaba con bastante frecuencia: le llevaba unas galletas, una taza de café, o simplemente su carita siempre sonriente que en momentos en que no se le ocurría ya nada más, despertaba de nuevo su imaginación.

La escena contiene curiosamente algunas de las claves de Don Giovanni: la nocturnidad de fondo; el papel de los sirvientes, tanto de la muchacha con Da Ponte como los de él mismo y de Mozart respecto del emperador, que pronto tendría que partir al frente para la guerra y nuevas conquistas; y el inevitable juego de la seducción con la muchacha mientras escribía con la musicalidad de la campanita marcando el ritmo de la escena.

Mozart y Da Ponte eran ambos masones y conectaron en cuanto se conocieron 4 años antes en casa de un aristócrata en Viena. Mozart sabía que una ópera partía y se construía en torno de un libreto, y que Da Ponte le podía dar la historia con sus diálogos, situaciones y personajes, que necesitaba para alcanzar la profundidad musical que buscaba. Da Ponte por su parte era consciente del talento de Mozart y estaba dispuesto a ofrecerle esa esencia teatral y poética, además de sus influencias en la Corte. A Mozart le iba bien Da Ponte con su lenguaje pulido y coloquial, su habilidad en los diálogos para conjuntos y su natural facilidad para la comedia. Los dos eran sin embargo muy distintos: Da Ponte se había creado un personaje novelesco alrededor de su persona, mientras que Mozart siempre se asomaba en lo que hacía y escribía, fueran cartas o música. Mozart era una persona complicada por dentro y parece haber llevado la ópera hacia lo trágico, mientras que Da Ponte por el contrario era evidentemente sencillo en su manera de ser e influyó para no caer en un excesivo dramatismo. Y Mozart, pese a los rasgos juveniles de su personalidad, analizaba con madurez lo que escribía, y por las correcciones posteriores parece ser que en última instancia era el que decidía en esta asociación. El caso es que tuvieron noticia del Don Juan que se había representado recientemente en Venecia y decidieron llevar adelante la historia a su manera.

1787 resultó ser un año crítico para Mozart. El imperio otomano había declarado la guerra a Rusia y José II se vio arrastrado a participar: la inversión bélica obligó a recortar gastos más superfluos, y pronto Mozart fue a sufrir las consecuencias en un momento en el que realmente estaba viviendo por encima de sus posibilidades. No paraba de componer tratando de compensar sus deudas, y así le fue creciendo por dentro una especie de agitación que en obras más íntimas para un público más reducido, como fueron los quintetos para cuerda, expresó más abiertamente. Y de las muchas cosas que le fueron afectando día a día en ese año, nada le debió afectar tanto a Wolfgang como la muerte de su padre en Mayo.

Había enfermado al principio de la primavera y en Marzo Wolfgang le escribió una carta en la que muestra parte de sus pensamientos más secretos. Mozart sentía la necesidad de ser fiel a sí mismo en lo que hacía, y eso le colocó con frecuencia en una situación de rebeldía y aislamiento que en el orden de las cosas de este mundo comporta unos ciertos riesgos: de ahí los desencuentros que tuvo con su padre, que conocedor de las exigencias prácticas a las que un músico tenía que adaptarse para sobrevivir, reprochaba con frecuencia las decisiones de su hijo. Wolfgang sabía que su padre miraba por su bien y Leopold era perfectamente consciente del talento fuera de lo común de su hijo así como de sus flaquezas: la contradicción irresoluble de Wolfgang consistía en que no podía instalarse en la comodidad del conformismo para desarrollar su música, y su música era su vida, ni siquiera para satisfacer el instinto de protección de su padre. Y aquella dominancia paterna con su hermana Nannerl, tan talentosa en música en un principio como Wolfgang pero mucho más sumisa que él, la había anulado para convertirla en un puro instrumento de las conveniencias sociales.

El caso es que al tiempo que le desea en esa carta su recuperación y le expresa su amor, no puede evitar que surjan reflexiones como la siguiente:

"… aunque me he acostumbrado desde hace tiempo a esperar en todo lo peor. Pues la muerte, justamente considerada, completa el auténtico designio de nuestras vidas; he trabado conocimiento durante los 2 últimos años con esta verdadera amiga de la humanidad, cuya imagen ya no me causa terror sino que me resulta pacífica y consoladora; y agradezco a Dios por haberme dado la oportunidad de conocerla como la clave de nuestra auténtica felicidad. Nunca me acuesto a dormir sin pararme a considerar que, aun siendo todavía un hombre joven, tal vez no vuelva a ver otro día…”.

Lo más seguro es que su padre estuviese ya enterrado en Salzburgo cuando recibió en Viena la carta con la noticia de su muerte. Estaba además demasiado liado con multitud de compromisos en su atareada vida social, así que acordó con el marido de su hermana su parte de la herencia que le correspondía, y que recibiría en Viena un amigo suyo en su lugar porque para entonces tenía que partir hacia Praga para preparar el estreno de Don Giovanni. Pero en su alma arremolinada de ideas y sensaciones, que luego relacionaba en su música, de una manera subterránea esa muerte sin tiempo para despedirse alteró una parte central de su ser, e influyó en su ánimo respecto de los matices dramáticos de la ópera.

El empresario Bondini había ofrecido un contrato a Mozart al final de su exitosa estancia de enero en Praga para escribir una nueva ópera para la temporada de otoño. Mozart aceptó y volvió a Viena en febrero, en donde escribiría la mayor parte de la composición. Llegó de vuelta a Praga con su mujer Constanze el 4 de octubre, Da Ponte les seguiría el 9 y les faltaba todavía por completar buena parte del acto II y el final. Se alojaron en un apartamento de la llamada Casa de los 3 Leones Dorados, a menos de 5 minutos caminando del Teatro Nostitz, y desde la ventana de los Mozart se podía ver la de Da Ponte justo en el edificio de enfrente.

Mientras iban concluyendo las partes pendientes, los ensayos estaban resultando demasiado laboriosos y avanzaban lentamente: según explicó en una carta el nivel de los operarios y de los músicos del teatro de Praga no era tan bueno como en Viena, y sin duda se trataba de una representación complicada no sólo musicalmente. El estreno, previsto para el 14 de octubre con la asistencia de la sobrina del emperador y su nuevo marido, tuvo que retrasarse y en su lugar representaron Las Bodas de Fígaro bajo su dirección: se ha llegado a especular, con bastante sentido, que seguramente Mozart retrasó deliberadamente el estreno de Don Giovanni por temor a la reacción de la joven archiduquesa ante una historia tan atrevida. Da Ponte recibió entonces órdenes de volver a Viena para empezar el libreto de otra ópera, y Mozart completó después solo la partitura y finalmente la obertura sin apenas ya tiempo para ensayarla. Esa misma noche apuntó en su catálogo personal:

“28 de Octubre. En Praga. Il dissoluto punito, o, il Don Giovanni. Opera Buffa en 2 Actos; 24 números musicales; actores: Signore Teresa Saporiti, Bondini y Micelli; Signori Passi, Ponziani, Baglioni y Lolli.”

El 29 de octubre de 1787 se estrenaba en el Teatro Nostitz bajo su dirección, con el éxito que siempre tuvo Mozart en Praga.

Es muy posible que al estreno asistiera Giacomo Casanova. Tenía entonces 62 años y estaba empleado como bibliotecario en el castillo de Duchcov, al norte de Praga cerca de la frontera con Sajonia. Era amigo de Da Ponte, como él veneciano, y entra dentro de lo posible que aprovechara la ocasión para ir a verlo. En el S.XX descubrieron en ese castillo entre los papeles olvidados que había dejado Casanova una especie de escena alternativa para el acto II: quizás lo escribiese como un ejercicio personal al margen del conocimiento de Mozart, o tal vez de alguna manera Mozart le hubiese consultado algo cuando Da Ponte tuvo que partir hacia Viena, o podría ser incluso que fuese el mismo Da Ponte quien le pidiese alguna ayuda tan apurados como andaban con el plazo de entrega. Por otra parte, según contó el nieto de un hombre relacionado directamente con la orquesta que trabajaba día y noche preparando todos los números, Casanova asistió a varios ensayos: según le contó el abuelo a nuestro cronista, la orquesta llegó a encerrar a Mozart la última noche antes del estreno en un cuarto para que se centrara en lo que quedaba y poder terminar así de una vez con aquellas agotadoras jornadas. También cuenta que Casanova convenció a la orquesta para que dejara libre a Mozart, que esa misma noche completó ahí mismo la obertura ya sin tiempo para ensayarla antes del estreno. Esta historia se contradice con la que Constanze contó al biógrafo Nissen: que la obertura la completó la noche anterior a ésa, mientras entretenía a su marido contándole historias y preparándole ponche.

La ópera está llena de momentos musicalmente memorables. La obertura con el Andante inicial y su ritmo de respiración agitada, sus vértigos y su patetismo; y la súbita transición hacia el enérgico Allegro que evoca la trama que seguirá rebosante de vida y situaciones, combinando la severidad de la orquesta con la docilidad de la sección de cuerdas completada por la de viento. Algunas melodías encantadoras debieron ser muy tarareadas en la época, aunque dentro de la historia adquirían con frecuencia un sentido ambiguo: la primera característica de Mozart en sus óperas es la ambivalencia de su música que da una profundidad inesperada a lo que estás viendo: en su canto a la libertad, por ejemplo, contrasta el indudable ideal que en el fondo se expresa con gente que la canta movida por motivos diferentes y contradictorios. Escuchamos música dentro de la misma música, con las 3 orquestas en el acto I tocando simultáneamente temas distintos, y con un octeto de viento en el II haciendo sonar el Non piu Andrai de Fígaro y una melodía de su amigo el valenciano Martín y Soler; y a Don Giovanni con su mandolina mientras le canta a una ventana que no termina de abrirse. Mezcla y superpone arias y conjuntos, e incluso los recitativos resultan muy inspirados; y alcanza una profundidad extraordinaria con su riqueza de ritmos y armonías. Cada finale es una apoteosis musical, y con la caída de Don Giovanni en el infierno consiguió representar el terror como nunca antes se había visto y escuchado. Mozart conocía a Shakespeare, y en una carta a su padre 7 años antes le dijo que si el discurso del fantasma del padre de Hamlet no hubiese sido tan largo, habría causado mayor efecto. Seguramente tuviese presente esta observación cuando escribió la escena final: la aparición del Comendador dura poco más de 6 minutos, el tiempo justo para que esa otra dimensión se nos muestre y brille como una excepción de la realidad con toda la intensidad necesaria. La impresión que deja en el público es tan fuerte que incluso el conjunto que cierra el acto II queda con el contraste un tanto fuera de lugar, a pesar de que la música sea estupenda.

Mozart también definió musicalmente los personajes a los que Da Ponte dio palabras:

Don Giovanni tiene un carácter tan desafiante como lo es la partitura para el barítono o el bajo que la tenga que interpretar. No se trata simplemente de un villano dentro de una historia esquemática de buenos y malos, sino que resulta tan complicado como la misma música de Mozart. Su seducción se basa en la mentira y su poder como aristócrata, y disfruta contando sus conquistas. Como en Fígaro, la historia toca el tema de las complejidades del amor y el sexo dentro del orden social; pero en este caso Don Giovanni se salta para su propia satisfacción los lazos y compromisos de una sociedad que lo ha situado en una posición ventajosa como caballero. Su malicia no resulta divertida sino que causa fascinación, y combina un humor que no empatiza con el público con su temeraria actitud. No se echa hacia atrás ni siquiera cuando el convidado de piedra le da la mano para llevárselo al otro mundo. Es un tipo que desafía a un mundo en el que no cree hasta el final. Se sitúa mas allá del bien y del mal, y nunca se nos muestra realmente en lo que dice o canta. Las llamas que inflaman sus conquistas lo hacen finalmente arder en el infierno.

Leporello es el contrapunto cómico de su amo, y con su voz de bajo reniega de su condición de criado. Posiblemente esté casado y tenga familia. Se ve envuelto en situaciones que le vienen dadas de las que no saca nada provechoso para sí mismo, y resulta una víctima tanto de su propia cobardía como de las tretas de Don Giovanni.

Don Octavio parece que siga el juego en esta trama que le resulta un tanto extraña con el único fin de conseguir a Doña Ana, su tesoro. Se nos presenta como una caricatura y a veces parece que no se entere de nada, y sin embargo Mozart le escribió 2 arias para tenor de una belleza sorprendente para lo que es el personaje.

El Comendador representa con su voz de bajo y la monotonía de sus melodías repetitivas el centro de gravedad de la autoridad en el orden social, que persiste más allá de su muerte. Mozart crea un magnífico efecto doblando su voz con el sonido de los trombones.

Doña Ana con su voz de soprano dramática utiliza a los demás para sus propios fines, aunque sea con mentiras: está obsesionada con vengarse de Don Giovanni, no tanto por la muerte de su padre, en la que alguna responsabilidad tiene también, como por su orgullo herido. Su confesión dudosa de lo que pasó la noche fatídica en que mataron a su padre resulta demasiado teatral como para ser verdad. Su música es complicada y poco melódica, envuelta como está en la multitud de contradicciones de su vida.

Doña Elvira se eleva más en los agudos que Doña Ana y a veces parece que roce la locura, empezando por su alborotada aria introductoria en la que oscila entre seguir queriendo a Don Giovanni y arrancarle el corazón. El perdón que vimos en Fígaro adquiere aquí otro sentido mucho más ambiguo. Don Giovanni se burla repetidamente de sus esperanzas, dejándola en un incómodo ridículo que se niega a aceptar.

Zerlina es la soprano o mezzo que contrasta con las complicaciones del mundo de la nobleza. Musicalmente es más femenina y natural, y se ve envuelta de melodías sencillas y bonitas. La seducción de Don Giovanni altera todo lo que parecía planificado en su vida, y eso despierta su interés. Sin embargo sabe discernir y su problema no será tanto no caer en la tentación, como lograr zafar de las garras de Don Giovanni.

Masetto es la personificación de un hombre sencillo que se tiene que enfrentar a un problema que lo supera: las diferencias de clase en una sociedad ordenada por gente que se cree con derecho a la injusticia. Su salvación dependerá de Zerlina. También recuerda a su manera al sirviente Fígaro, y por qué no decirlo, al propio Mozart en su servidumbre como músico.

Completa el cuadro el conjunto de campesinos, músicos, criados y finalmente demonios que van apareciendo en escena.

José II estaba en plena campaña militar cuando preguntó por carta acerca del progreso de los ensayos para el nuevo estreno de Don Giovanni previsto para Mayo de 1788 en Viena: recibió noticias de que la música era excepcional; y contestó que no le sorprendía, pero también que su calidad podría estar más allá del gusto de los vieneses, demasiado bien acostumbrados, y que la música de Mozart era difícil de interpretar. Así fue: la ópera en Viena tuvo un éxito relativo que dejó sumidos en dudas tanto a Da Ponte como al propio Mozart. Éste había efectuado un par de modificaciones respecto de la apresurada representación de Praga tratando de mejorar el resultado final: en el difícil e incluso indeciso equilibrio que hay entre el lado cómico y lo trágico, posiblemente omitiese para el estreno de Viena el último sexteto que suavizaba y aligeraba la caída de Don Juan en los infiernos, y conectara así mejor la escena final con el Andante inicial de la obertura; también añadió diversos números para lucimiento de los cantantes. Pero a pesar de los cambios, la reacción del público no fue buena, y Mozart se dio cuenta de que la gente necesitaría tiempo para comprender lo que había escrito. En una reunión a la que asistió Haydn se criticó abiertamente la ópera, pese a reconocer el genio que la había inspirado, por ser demasiado rica e incluso caótica en ideas y música, o por demasiado poco melódica y muy desigual en sus resultados. Al final Haydn, un tipo tranquilo respetado por todos e incluso por el propio Mozart, zanjó la discusión con el siguiente comentario: “No me meto con el argumento de la historia, pero sí sé una cosa: y es que Mozart es el compositor más grande que ha conocido el mundo”.

Epílogo.

La muerte de José II en 1790 dejó sin protección a Da Ponte en una corte llena de envidias e intrigas: varios escándalos contribuyeron a su caída, una cosa llevó a la otra y poco después fue despedido de su cargo de poeta de la corte y obligado a dejar Viena. De allí pasó a Trieste y se casó con una muchacha hermosa y cultivada 20 años más joven que él, que lo transformó en un marido enamorado y familiar. Fue luego a Londres, donde volvió a ser víctima del mundo de víboras que rodeaba la ópera del King’s Theatre: de nuevo fue despedido de su cargo en el Teatro y entonces trató de buscarse la vida de una manera digamos que más práctica. Pero demostró ser un pésimo hombre de negocios, y las deudas se convirtieron en un auténtico problema. Y así, en 1805 los Da Ponte zarpaban en dirección a los Estados Unidos buscando una nueva vida.

Abrió en N. York una tienda que vendía té, tabaco y cosas así que terminó mal, e intentó después infructuosamente otros negocios. Trabajó en una librería y allí dio con gente que le ayudó a entrar en el mundo universitario en el que pudo aprovechar su excepcional conocimiento de la literatura y la cultura italianas. Mientras tanto creó a su alrededor y el de su mujer un concurrido círculo cultural desde el que ayudó a difundir la ópera italiana en la ciudad. En 1825 la compañía del tenor español José García fue a N. York y visitó a Da Ponte. Parece ser que el encuentro fue particularmente feliz, y que mientras García cantaba el aria del Champagne ambos se pusieron a bailar la música de su “divino Mozart”. Poco después Da Ponte consiguió que se representara la ópera en la ciudad y asistió al estreno. Se asomó en su palco para recibir el aplauso del público, y solamente él podría contarnos la cantidad de sentimientos encontrados que desde el fondo afloraron esa noche a la superficie de sus 77 años después de todo lo que había visto y vivido desde que dejara Praga justo antes del estreno. Se había sobrevivido a sí mismo, y había alcanzado ya como si dijéramos otra vida.


.................................................................................................................................


La versión de C. M. Giulini con la con la Philharmonia Orchestra es de las mejores. También la de J. Krips con Siepi y la Wiener Staatsoper es estupenda, lo mismo que la de C. Davis con la Orchestra of the Royal Opera House. Y como la ópera además de ser escuchada tiene que verse, cerraremos este post con la versión de Furtwängler en una representación memorable con un Siepi soberbio.





(Diversas ilustraciones sobre Mozart, Don Giovanni y Praga)