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lunes, 6 de noviembre de 2017

Retrato de Vivaldi: un cuento. 3er movimiento: el jilguero y la aurora.

V

ivaldi se pone cómodo, y ya en bata y zapatillas y sin la peluca se prepara un chocolate caliente.  Vuelve al salón, se sienta cerca de la ventana abierta, que deja entrar la agradable brisa de principios de otoño, y mira hacia el exterior mientras va sorbiendo de su taza. Detrás de él, en la mesita junto al sillón, se amontonan las cartas pendientes de corresponder: un litigio interminable respecto de una reclamación económica de una ópera, cartas de Roma y de Mantua, contrato en Florencia para enero, cartas de París y Ámsterdam, próximo viaje a Praga y Viena… 

Vivaldi piensa en su padre. Él creó esta familia y la mantiene unida, no me quiero ni imaginar lo que sería si no estuviese él… Él fue también el primer músico de la familia y todo parece indicar que yo seré el último: no tengo, ni voy a tener, descendencia; y por lo tanto me veré privado de lo que es sentir el amor por un hijo. Pero, por otra parte, no sé si tendría el valor de ver crecer a un hijo mío en este mundo tan, tan… Se queda pensando en la palabra que está buscando y finalmente se decide por una: traicionero. Sí, eso es, traicionero. Una súbita sensación de pesimismo y pena ensombrecen su rostro.

El jilguero empieza a brincar en su jaula. Vivaldi se sonríe, se acerca y mete un dedo entre los barrotes.

—Espera, te traigo un trozo de manzana.

Va a la cocina a buscar una y vuelve para encajar un trozo entre los barrotes. El pajarito espera a que Vivaldi se aleje para acercarse a la manzana y entonces empieza a picotearla, mientras él mordisquea el resto.

El jilguero arranca a cantar, alegre y silvestre, alargando el cuello y forzando su garganta para hacer sonar el aire que sale prodigiosamente de sus mínimos pulmones. Vivaldi cierra los ojos y se queda escuchando su canto. Los abre después y mira el pajarito saltando de percha en percha. Está a punto de amanecer. 

Se va entonces a contemplar de nuevo el retrato. Supongo que en el fondo quiero que me vean, que reparen en mí… Que me quieran tal como soy, sin una máscara. Anna tiene razón, este muchacho se fija en todo. Ese mechón se lo ha sacado de la manga durante la última sesión, supongo que es su pequeño secreto, un sello personal. 

Se dirige entonces hacia el espejo grande y se contempla a sí mismo. No me puedo ver como me ven los demás… Siempre he tenido una inevitable tendencia hacia la melancolía y esa es probablemente mi principal inspiración. Mi sonrisa tiene un eco de tristeza… Y mi tristeza termina siempre con esa sonrisa.

De pronto, va deprisa a su mesa de trabajo para buscar la melodía que había garabateado antes de salir y se la queda mirando. Recuerda entonces el aire que silbaba el gondolero en su sueño: es la misma. Pero el gondolero empleaba un re menor y parecía extenderse como en un largo. A ver…

Toma el violín, cierra los ojos y se deja llevar por la melodía. Siente que ha dado con algo realmente interesante y no lo deja ir, se sienta y empieza a escribir. Lo bueno surge siempre de manera inesperada… Mejor con una viola d'amore, sí, mucho mejor, tiene que resonar. Se va un momento al teclado para ensayar el acompañamiento, y entre una cosa y otra pasa más de una hora concentrado en dar forma a esa pieza. De pronto levanta la cabeza y se da cuenta de que no ha dormido. Se gira y mira hacia la ventana: el sol acaba de salir. Qué hermosa mañana, a estas horas el mundo se renueva cada día y en el resplandor de cada amanecer se asoma un poco de la chispa inicial de la creación. Se levanta un instante para colocar la jaula del jilguero frente a la ventana. 

—Así podrás ver el cielo.

Sonríe, satisfecho de su acción, y mira hacia la partitura en su mesa de trabajo. Voy a tener que profundizar más en el acompañamiento, ha de expresar intimidad… Entonces recuerda de pronto a la mujer del sueño y se dice en voz baja a sí mismo, extrañado:

—Me llamó Antonio…

Vivaldi piensa en el sueño, que recuerda perfectamente en todos sus detalles. ¿Quién sería ella…? En fin, suspira y vuelve con su nueva partitura. Le pondremos un elegante laúd y unas pocas cuerdas que refuercen la idea. A esta hora tan de mañana en casa a solas es cuando mejor escribo.


Retrato de Vivaldi: un cuento. 2º movimiento: un paseo nocturno.

A

nna va sentada en la góndola, contemplando distraídamente los edificios con las ventanas encendidas y las farolas alumbrando el canal y las calles de noche, como si todo junto formara un gran decorado. Una brisa embriagadora trae consigo los rumores de la ciudad. Vivaldi, de pie, echa un rápido vistazo a su reloj y mira entonces hacia delante sin dejar de pensar en sus cosas. Se gira un momento para fijarse en la muchacha, que enseguida le sonríe sin necesidad de decir nada. Él le corresponde con su simpática sonrisa y vuelve a mirar hacia delante de nuevo. Llegan al otro lado y callejean un rato, ella del brazo de él, hasta que llegan a la casa.

—La luz de la habitación de Paolina está encendida. Mañana vendremos las dos por la mañana, ¿os parece bien? 

—Mañana por la tarde llegarán mi padre y mis hermanas de Brescia, y la casa será un jaleo. Sí, por la mañana está bien. 

Falta mes y medio para el estreno en noviembre de la nueva ópera en la que ella tendrá un papel principal, y Anna no puede ocultar su nerviosismo. Le toma ambas manos impetuosamente y con los ojos brillantes, dice:

—Estoy contenta y muerta de miedo a la vez.

—Lo haréis estupendamente. Lo que no sabemos es si el público estará a la altura de las circunstancias. Resulta desalentador tener que depender tanto de los demás.

A Anna le agrada la mirada con chispa de Vivaldi, y la combinación de su nariz aguileña con su media sonrisa. Le besa las manos al maestro y finalmente se gira y se dirige hacia el portal de su casa. Él la mira mientras entra y cierra la puerta, y espera un momento para que pueda llegar a su habitación. Su hermanastra Paolina descorre la cortina para mirar desde arriba y él la saluda con la mano. Anna aparece junto a Paolina y las dos corresponden al saludo. Vivaldi echa un rápido vistazo a las calles alrededor y se dirige hacia una para dar un largo paseo antes de volver a casa.

Piensa en Anna mientras camina. A sus cuarenta y tantos años, la conciencia de envejecer lo empieza a visitar con más frecuencia de la deseada, y una muchacha de diecisiete como ella podríamos decir que rejuvenece e incluso fertiliza su imaginación. Aunque bien sabe que el tiempo y las circunstancias solo pueden distanciarlo de ella. Además, estaban todas aquellas condenadas habladurías, producto de la envidia —para él, el peor de todos los pecados capitales—, que infestaban la República de Venecia como un enjambre de moscas carroñeras. Reflexiona que hay cosas que no se deberían decir a nadie, ni siquiera a uno mismo.

Sube despacio los escalones que llevan a un puente sobre el Gran Canal y nota que le cuesta, y que el propio pensamiento se cansa también. Una vez arriba se detiene para coger aire, contempla los reflejos de la luces de la ciudad en el agua y luego mira hacia el cielo estrellado. El resplandor de esta luna es el reflejo de un día oculto en otra parte. ¿Qué son los sueños? Lo que seguimos viendo mientras dormimos con los ojos cerrados, ecos en la noche de días que quedaron atrás. Ahora mismo, esta ciudad está soñando.

Continúa caminando entregado a sus pensamientos hasta llegar a un pequeño puente. Un poco más allá ve a una mujer enmascarada que parece estar buscando algo ansiosamente con la mirada, y entonces da con él. Vivaldi tiene que pasar por donde ella está y mientras lo hace, sintiéndose un tanto incómodo, la mujer le susurra:

—No os conviene estar aquí ahora mismo, venid conmigo. Hacedme caso.

Se esconden, dando un par de pasos hacia atrás, en un rincón oscuro. Un grupo de hombres y mujeres enmascarados se acerca armando bullicio con botellas en la mano, sin alcanzar a ver a un grupo armado de la policía que se dirige directamente hacia ellos por la calle adyacente.

—Ya llegan esos brutos de la policía. Poneos esta máscara y seguidme. 

La mujer toma la mano de Vivaldi, que se deja llevar a paso rápido, zigzagueando por las calles hasta meterse en una casa en la que se celebra una fiesta de carnaval. 

—Señora, dadme un respiro. ¿Me podéis explicar qué sucede?

—Ibais directamente a que os detuviesen con ese grupo. No me lo hubiese podido perdonar. Mezclémonos con la gente de la fiesta y dentro de un rato nos vamos afuera otra vez... ¿De qué os conozco?

—Vamos los dos enmascarados, ¿cómo puedo saberlo?

Se quitan las máscaras y se examinan el uno al otro, hasta que ella lo reconoce.

—Sois el prete rosso. Os he visto tocar el violín en varios conciertos, y también dirigiendo en el San Angelo. Estoy casada con el signor M, vos lo conocéis.

M era lo que se podría llamar un tipo influyente en la sociedad veneciana. Se ponen las máscaras de nuevo y ella se pasea del brazo de Vivaldi entre los diversos corros de gente, que mantienen variadas y animadas conversaciones mientras una pequeña orquesta toca música de baile. Cruzan la sala tranquilamente hasta que un tipo se queda mirando a la acompañante de Vivaldi, y entonces se acerca a ellos:

—Sois vos ¿Qué hacéis aquí? Pensé que iríais al casino con C.

—Cambié de opinión.

Y se agarra fuerte del brazo de Vivaldi.

—Ya veo.

Dejan atrás al individuo, que los sigue con la mirada intrigado mientras pasan a otra sala. Luego atraviesan un par de salas más dirigiéndose hacia una salida, y sigilosamente cruzan la puerta y se pierden entre las callejuelas.

—Vayamos hacia el canal. Me quedé sin pareja esta noche y os encontré a vos. Acompañadme hasta cerca del palacio, os lo ruego.

—Vayamos por ahí. ¿Qué hacíais en el puente?

—Han detenido a un amigo por espionaje. Realmente no sé de qué va el asunto, no tengo ni idea. Se supone que debía estar con aquel grupo que hemos visto antes para ir después a la casa de juego. Recibí una nota anónima advirtiéndome de que no fuese, pero estaba cerca y fui a ver… No parecéis un cura.

—Pues lo soy. Es mejor evitar cualquier relación con el tribunal que ha enviado a esa policía. ¿Tenéis la nota?

—La rompí.

—¿Por qué?

—No lo sé... De pronto, me entraron ganas de romperla.

Vivaldi observa con curiosidad a la mujer: más bien joven, hermosa y, por lo que parece, impulsiva.

—Deberíais haberla conservado. Bueno, ahora da igual. ¿Vuestro marido está al corriente?

—No lo sé.

—¿Es posible que él esté detrás de todo esto?

Ella se encoge de hombros.

—Supongo que sí.

—Pues tenéis que hablar con él. 

—La verdad es que no me apetece. Pero supongo que tenéis razón, no podemos darnos la espalda todo el tiempo.

—Quizás en su caso yo hubiese hecho lo mismo. 

Vivaldi le sonríe y ella le corresponde con una elegante y graciosa reverencia. Entonces lo mira atentamente un instante y él enarca las cejas al sentirse observado. La mujer empieza a decir, con un aire pensativo:

—Sois un tipo extraño. Incluso misterioso… Y muy persuasivo. Me gustaría poder hacer algo por vos.

—Si tuvieseis previsto algún concierto privado para este mes de octubre, por favor tenedme en cuenta. Os anoto mi dirección. Vos o vuestro marido podéis enviarme una carta y yo la contestaré al momento. Apenas salgo de casa, tengo un problema respiratorio que me lo impide.

—Tampoco parece que tengáis un problema respiratorio.

—Pues lo tengo. Vamos, os acompaño.

Cerca ya de su palacio se despiden. La observa mientras se aproxima a la puerta principal y siente una corriente de simpatía hacia ella. Antes de entrar, la mujer se gira y saluda con la mano a Vivaldi. Este se sonríe y corresponde al saludo. Luego, continua con su paseo nocturno. 

Nada más meterse por una calle estrecha, ve a un aristócrata que conoce del consejo de administración del Ospedalle, junto a dos individuos de aspecto sospechoso. Se coloca enseguida la máscara de nuevo, un instante antes de que los tres se giren a la vez y se lo queden mirando. ¿Qué estarán esperando aquí a las tantas de la noche? No me reconocerá con la máscara. Entonces se gira para evitarlos y volverse por dónde había venido.

—¡Esperad!

Se detiene y tarda unos segundos en darse la vuelta. 

—¿Vivís por aquí? Estamos buscando a…

El aristócrata reconoce el hoyuelo en la barbilla del enmascarado.

—¿Os conozco?

Vivaldi se quita la máscara.

—No podía dormir y salí a dar un paseo. 

—¿Qué hacéis con una máscara? ¿No me digáis que vais a jugar?

—Nunca juego. Sólo paseaba tranquilamente. Me va bien para la salud.

—¿Con una máscara?

—Puedo explicarlo. Veréis…

—Vivaldi, no deberíais estar aquí. Marchaos por donde habéis venido. Recordad que no nos hemos visto.

Vivaldi asiente con la cabeza, se coloca de nuevo la máscara y antes de irse no puede evitar preguntar:

—Disculpadme, pero ya que estamos aquí, ¿habéis decidido algo acerca de la compra de los conciertos para este año?

—Vivaldi, creedme, no es el momento. Pasado mañana venid a la Pietà y arreglamos de una vez el asunto con los otros administradores y el maestro de coro.

Vivaldi saluda cortésmente con el sombrero y, sin más preámbulo, sale rápidamente de escena por la primer callejón que le queda a mano.

Caminando a paso lento y cada vez más pensativo, llega junto al Gran Canal a la altura del Teatro San Angelo. No es lo mismo escribir música, tocarla y dirigirla, que hacer de empresario organizando semejante maquinaria de contratos, decorados, cantantes, músicos, finanzas y todo lo demás. Parece un circo. 

Un individuo enmascarado viene por el otro lado, visiblemente alterado y maldiciendo. Vivaldi se aparta para no ser visto pero el hombre repara en él, se detiene y se lo queda mirando.

—¡Esperad!

Reanuda decidido el paso hacia Vivaldi. Llega y se quita el sombrero y la máscara. Se trata de un joven bien educado y de buen aspecto.

—Disculpadme, ¿podríais prestarme dinero? Mañana por la mañana os lo devuelvo sin falta. Os doy mi palabra.

Al joven le incomoda la mirada fría de Vivaldi mientras este sostiene la bolsa en su mano ofreciéndole el dinero

—Contadlo vos mismo.

El joven cambia inmediatamente de opinión.

—Guardadlo, no lo quiero. Os pido disculpas. Será mejor que no juegue más esta noche. Acabo de perder a las cartas una suma considerable. No sé cómo lo han hecho, pero estoy seguro de que aquel tipo estaba compinchado con el de la banca. Y luego la muchacha me distraía todo el rato con sus sonrisas, sus miraditas y su escote… Ahora mismo se deben estar riendo de mí mientras se reparten el dinero. Me da rabia.

—Mirad el lado positivo.

—Qué lado positivo.

—Pues ahora mismo no lo puedo saber. Pero ya veréis, algo bueno saldrá de todo esto... Si sois lo suficientemente inteligente para apreciarlo.

 —Sois un optimista. Ya me acuerdo de vos, os he visto en un concierto en la embajada francesa. Y también con la orquesta en San Marco. Sois el cura pelirrojo.

—Esta noche mi fama me precede. ¿La embajada francesa?

—Trabajo ahí.

—No tenéis acento francés. Cuál es vuestro trabajo. 

—Mi madre es genovesa. Ayudo en la oficina comercial.

—Vaya. Acabo de vender recientemente unos conciertos al rey de Francia. Veréis, tengo un problema, por motivos de salud apenas puedo salir de casa, y me veo muy limitado para poder viajar por Europa y publicar y vender mis conciertos en diversas capitales. ¿No habría alguna manera de distribuirlos en Francia a través de vuestra oficina comercial de la embajada?

—¿El rey de Francia?

—Luis XV. Sí, una cantata y varios conciertos.

—Tendría que averiguar.

—Por supuesto. Averiguad y venid a verme al San Angelo, el teatro que tenemos detrás, y preguntad por el prete rosso... ¿No os decía yo que vuestra desdichada partida de cartas traería algo bueno finalmente?

El joven se sonríe y se queda mirando a Vivaldi, que aprovecha ese momento para despedirse:

—Ahora será mejor que me vuelva a casa, me siento terriblemente cansado. 

—¿Queréis que os ayude a ir a algún sitio?

—Os lo agradezco. No, tomaré una góndola ahí.

Se despiden educadamente y entonces Vivaldi da por terminada la noche. Se dirige hacia el Rialto, que le queda ahí al lado, y se sienta en unos escalones. Se acomoda como puede en la piedra, saca su cuaderno y anota una serie de comentarios: se trata de un par de modificaciones en las arias de Anna. También quiere simplificar el libreto en varias partes y lo anota para no olvidarse. Bosteza, guarda el cuaderno, se abriga bien y se reclina contra el muro. Con los ojos cerrados oye a un gondolero tararear una melodía que le suena de algo… De pronto, se encuentra en el interior de un estrambótico palacio increíblemente grande, es de noche y magníficas arañas colgando del techo iluminan espléndidamente el espacio repleto de gente por todas partes, vestida exageradamente con pelucas, máscaras y toda clase de sombreros. Una orquesta de muchachas virginales interpreta una pieza musical ante una fila de enmascarados que las miran fijamente con lascivia, al tiempo que varios monos, loros y un rinoceronte pasan por ahí entre la gente. Unos tipos con turbantes voluminosos y aire de ser importantes hablan con el Dux y los del consejo, ajenos a todo demás. Alrededor de varias mesas alargadas, hombres y mujeres apuestan a las cartas en silencio de una manera misteriosa. De ahí pasa sin apenas darse cuenta a habitaciones más humildes y extrañas envueltas de penumbra, con gente en los rincones que habla en voz baja. Una enmascarada le sonríe y se aleja con paso ágil, girando la cabeza para asegurarse de que la sigue. Vivaldi no puede evitar avanzar entre esos desconocidos buscando a la mujer, yendo de habitación en habitación hasta llegar a una casi a oscuras y con voces de fondo musitando palabras que no logra entender. Se detiene y escucha en su oído la voz de la enmascarada, no sabe lo que dice pero siente el cálido aliento en su oreja. Se estremece, cierra los ojos y se deja llevar por ella, que lo acoge entre sus brazos amorosamente: Antonio… De pronto se da cuenta de que es un sueño y muy alarmado enseguida se despierta.

El campanario la iglesia de San Bartolomeo hace sonar los cuartos y Vivaldi mira la hora en su reloj. Dentro de poco empezará a clarear. Era costumbre que quienes habían pasado la noche de fiesta, la terminaran de mañana temprano paseando junto al puente Rialto, mezclándose con los hombres y mujeres que llegarían poco después en su primer paseo matutino, mientras iban llegando las barcas cargadas de frutas, verduras y flores procedentes de las numerosas islas de la laguna. Pasa un rato mirando ese momento que une la noche con el día, hasta que se levanta y busca un gondolero.


Retrato de Vivaldi: un cuento. 1er movimiento: el retrato.

V

ivaldi posa en el salón de su casa para un retrato al óleo que le están pintando en ese momento. El pintor, un joven que empieza a destacar en el mercado, se fija en su modelo un instante y le dice:

—Vivaldi, podéis hablar si queréis. Intentad no mover la cabeza demasiado. El resto del cuerpo puede relajarse ahora. Será solo un rato más. Esta luz de la tarde destaca mejor las formas, aprovechémosla.

—De acuerdo. De qué hablamos.

—Habladme de música.

—Resulta complicado hablar de música. No creo que las palabras puedan explicarla. Os puedo decir cómo se escribe, pero no cómo surge una melodía, por ejemplo… Yo creo que están en el aire. Ahora bien, aprendí música con el violín de mi padre y soy violinista, y para encontrar las notas tengo que ir moviendo el brazo rítmicamente: a veces lo alargo un poco más y a veces un poco menos, y ahí creo que radica mi principal fuerza: domino el ritmo y juego con él. ¿Y qué es el ritmo?

—Una repetición.

—Exactamente: una repetición. Lo mismo que el corazón repite los latidos dentro del pecho. Pero la música es algo más que ir moviendo los brazos. Necesita vida, alma, un soplo divino si queréis llamarlo así. 

—No os mováis.

Vivaldi recupera su posición.

—¿Cómo os está yendo en el San Angelo?

—Bastante bien. Además, me gusta especialmente esta ópera. ¿Gustará al público? Espero que sí.

—¿Y la señorita Girò?

—¿Qué pasa con ella?

—¿Cómo lleva su papel?

Vivaldi observa con cierta desconfianza al pintor, que en ese momento presta absoluta atención a un detalle en el lienzo, para buscar enseguida una mezcla en la paleta.

—Ha trabajado mucho para el estreno y lo hará estupendamente. Tiene un gran sentido para lo dramático y es una excelente cantante.

El pintor se acerca a la tela para dar sus últimas pinceladas, tan concentrado en la labor que podría decirse que por un instante su mente está en otro mundo. Después da un par de pasos hacia atrás para contemplar a mayor distancia el resultado.

—Se acabó por hoy. No más de hora y media por sesión. Pasado mañana lo termino. Lo dejaremos secar un poco, no demasiado, y mientras tanto nos vendrá bien un día de descanso.

Vivaldi deja de posar y se va al otro lado del caballete para observar el cuadro.

—Se me ve un poco de pelo debajo de la peluca… Sin embargo, estoy seguro de que ese mechón no ha asomado en ningún momento. Cuando lo terminemos necesitaré copias de dibujos en tinta. ¿Por qué es tanto más caro un cuadro que un concierto?

—Para escribir un concierto a vos os basta con lo que tenéis a mano en este mismo cuadro: papel, pluma y un tintero. Ni siquiera necesitáis el violín. Yo necesito una tela y unos colores que son bastante más caros, empezando por ese rojo. Consideremos además que he empleado cuatro sesiones de hora y media, seis en total, con sus respectivas y obligadas pausas, para terminar el retrato (por no mencionar las horas que he pasado con los estudios preliminares). Vos, en cambio, sois capaz de escribir un concierto en poco más de lo que se tarda en transcribirlo. Y, por último, los ingresos por la venta de un concierto proporcionan a su vez otros ingresos cada vez que se ejecuta en público.  

—De eso no veo nada normalmente. Además, esa rapidez en escribir un concierto es relativa. Debéis considerar todos los años de trabajo, duro y en ocasiones agotador, que la preceden.

–Esa es una buena observación. De todos modos, Vivaldi, sois un empresario exitoso.

—Escuchadme bien. Un cuadro es un objeto físico que se cuelga en una pared para que pueda contemplarse a lo largo del tiempo, después incluso de la muerte de quien lo pintara, o de quien posara para él o lo haya comprado. Ahí sigue, siempre en la pared. Ahora bien, ¿dónde podemos localizar la música, de manera que podamos ir allí y señalarla con el dedo? No desde luego en el pentagrama en el que se ha escrito: no son más que manchitas cuidadosamente ordenadas, instrucciones dadas para que el músico las ejecute, y lo que ejecuta y oímos en el periodo de tiempo que dura su interpretación es un sonido inmaterial que una vez terminado desaparece en el aire. Todo el mundo me considera un materialista, aunque me parece una apreciación totalmente injusta; y, sin embargo, vedme en la contradicción de tener que dedicarme a algo tan inmaterial. 

Vivaldi se anima y continua con su exposición:

—¿Cuál es el principio de nuestra sociedad? Las deudas, gente encadenada a gente con los eslabones de las obligaciones y el dinero.

—¿Y qué es el dinero? 

—Eso es: ¿qué es el dinero? Nuestra vara de medir el valor de las cosas, calibrada de una manera harto particular. Mi música es admirada y alabada en las principales cortes de Europa, soy el primer violinista de nuestro tiempo, incluso el mismo Papa pidió que tocara para él. Estáis en presencia de uno de los mayores músicos que ha conocido Venecia, y no hay ni habrá nunca música en este mundo como la de Venecia. Y sin embargo, yo… yo…

Vivaldi pierde por un momento el aliento y pone cara de asustado.

—¿Estáis bien?

—Agua… Apartaos y dejadme espacio para respirar… Estoy bien, gracias.

Vivaldi recupera poco a poco la compostura y eleva entonces su mano con el dedo índice apuntando al cielo, para decir con solemnidad:

—Dios, en su infinita sabiduría, quiso darme un don y a la vez un castigo. No lo cuestiono ni me quejo, el don bien merece la pena.

El pintor se sonríe al ver a Vivaldi recuperando de nuevo su sentido teatral.

—¿Os preocupa algo?

—No, todo está en orden. Necesitaré los dibujos en tinta, tengo que enviarlos para los grabados de mis publicaciones en Londres, Ámsterdam y Dresde.

El pintor observa a Vivaldi. Después de todas las sesiones para retratarlo, estudiándolo tan detenidamente, sabe que el personaje no es lo que parece y así ha pretendido enfocar su retrato. La puerta de la sala se abre en ese momento y entra una bonita muchacha de diecisiete años enmascarada, envuelta en una capa con una capucha. Después de cerrar la puerta, ve al pintor, se baja la capucha, se quita la máscara y lo saluda.

—Creí que el cuadro ya estaba terminado. 

—Vivaldi, ¿y si hiciera un retrato de la señorita Girò?

La muchacha sonríe y mira a su maestro.

—Ahora mismo, no es el mejor momento. Tengo una cita con el alemán del otro día, a ver si logro que me compre algunos conciertos. Me pidió cuatro pero le llevaré diez.

El pintor recoge sus cosas y se despide hasta pasado mañana a la misma hora. Una vez fuera de escena, Vivaldi se dirige a la muchacha:

—Mirad el retrato. No puedo evitar pensarlo: veo al rosso, pero no al prete.

—Pedidle que os pinte con un breviario, o una cruz, o algo parecido.

—La verdad es que me gusta así. Anna, qué veis en este retrato. 

—Creo que os ha captado perfectamente. 

—Es listo. Me hace hablar para que me sienta cómodo y me asome tal como soy. Reconozco que eso me incomoda y me gusta al mismo tiempo... Y, según parece, también os quiere captar a vos.

Vivaldi escudriña con una mirada astuta el rostro de la muchacha, pero ella no le hace caso.

—Me habéis preguntado por lo que veo en el retrato. Os ha pintado hermoso porque sois hermoso, aferrado a la música igual que a ese mástil del violín, y anotando las notas en la partitura para mostrar lo que ocupa vuestra mente. Parecéis más joven de lo que sois, pero es que realmente dais esa impresión. Me gusta este cura pelirrojo. ¿Vamos a ver al alemán? La góndola espera fuera.

Vivaldi se queda pensando, toma el violín rápidamente, cierra los ojos y empieza a indagar sobre una melodía que se le acaba de ocurrir. Luego la transcribe en un pentagrama.

—Será un momento. Odio olvidarme de las ideas. Sé que luego vuelven, pero siempre me faltó paciencia para esperarlas de nuevo... Ya está. Ahora dadme unos minutos para cambiarme.

Anna contempla, mientras espera, el desorden en la mesa de trabajo; se acerca y aprovecha para fijarse en algunas partituras. Llaman a la puerta.

—¡Maestro! ¡Llaman!

—¡Id a ver qué quieren!

Cuando sale, ya perfectamente arreglado para la cita, ve a Anna con una nota en la mano y a un tipo descargando en el salón varias cajas de vino. Vivaldi lee la nota y entonces su cara expresa una profunda decepción.

—El alemán no puede vernos hoy y lo deja para la semana que viene. Me envía para disculparse estas botellas de vino.

Las mira tratando de comprender su significado y luego vuelve a leer la nota una vez más, hasta que desiste.

—Da igual que la lea cien veces, siempre dirá lo mismo. No será nada, la semana que viene le venderé los conciertos. Qué hacemos ahora.

—Sugiero lo siguiente: vamos a la cocina y preparo la cena mientras discutimos mi parte de la ópera, y cenamos tal como nos hemos vestido para la ocasión con este vino.

—Me parece bien. Nos lo beberemos a la salud del alemán. Avisad por favor al gondolero para que vuelva a medianoche. Después de cenar trabajaremos un rato más en vuestro papel.

—Sí, maestro.