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domingo, 24 de diciembre de 2017

El negro es mi color.

Si consideramos el color como luz, el negro es entonces la ausencia misma de la luz y por lo tanto no es un color. Pero si consideramos los colores como pigmentos, entonces debemos tratar al negro como un color más.

Quizás porque la oscuridad de la noche nos deja indefensos, a causa de nuestra naturaleza diurna, el color negro nos genera una cierta inquietud, como si diese un poco de miedo. En determinadas culturas el color negro ha adquirido un significado positivo: los beduinos del desierto usan el negro para vestir porque protege del sol más que cualquier otro color, y en las culturas árabes está bien considerado; el blanco, y no el negro, ha sido y sigue siendo el color del luto en muchas partes del mundo; para los cátaros se trataba del color más positivo, etc.

Pero por lo general en la cultura occidental no da buen rollo y cuando algo es “negro” suele contener algo negativo: el gato negro da mala suerte, un día negro no puede ser peor, es mejor no estar en la lista negra de nadie, la viuda negra es una araña muy peligrosa, la peste negra ha sido la plaga más devastadora en la historia de la humanidad, asistimos a los funerales para despedirnos de los que ya no volverán vestidos de negro, a la gente de color se les ha llamado negros pese a no serlos, básicamente por desprecio, etc.

El blanco es el complementario absoluto del negro, y uno al lado del otro muestran el máximo contraste: del mismo modo que las letras negras de un texto tienen de fondo un papel o una pantalla blanca, en el cielo la blanca luz de las estrellas destaca sobre la oscuridad general del universo.




Man in Black.

Well, you wonder why I always dress in black, (Bueno, pues te preguntarás por qué siempre visto de negro)
Why you never see bright colors on my back, (Por qué nunca ves colores brillantes en mi espalda)
And why does my appearance seem to have a somber tone. (Y por qué mi apariencia parece tener un tono sombrío)
Well, there's a reason for the things that I have on. (Pues bien, hay una razón para las cosas que llevo puestas.)

I wear the black for the poor and the beaten down, (Visto de negro por el pobre y el derrotado)
Livin' in the hopeless, hungry side of town, (Viviendo en la parte sin esperanza y hambrienta de la ciudad)
I wear it for the prisoner who has long paid for his crime, (Visto de negro por el prisionero que hace tiempo pagó por su crimen)
But is there because he's a victim of the times. (Pero que sigue ahí porque es una víctima de los tiempos)

I wear the black for those who never read, (Visto de negro por aquellos que nunca leyeron)
Or listened to the words that Jesus said, (O escucharon las palabras de Jesús)
About the road to happiness through love and charity, (Acerca del camino hacia la felicidad a través del amor y la caridad)
Why, you'd think He's talking straight to you and me. (Pues vaya, piensa que nos habla directamente a ti y a mí.)

Well, we're doin' mighty fine, I do suppose, (Bueno, supongo que nos va la mar de bien)
In our streak of lightnin' cars and fancy clothes, (En nuestra racha de coches veloces y ropa de fantasía)
But just so we're reminded of the ones who are held back, (Pero sólo para que recordemos a los que han quedado detrás)
Up front there ought 'a be a Man In Black. (Delante debería estar un hombre de negro)

I wear it for the sick and lonely old, (Lo visto por el enfermo y solitario anciano)
For the reckless ones whose bad trip left them cold, (Por los que sin darse cuenta en un viaje equivocado se quedaron en el frío)
I wear the black in mournin' for the lives that could have been, (Visto de negro como lamento de las vidas que pudieron haber sido)
Each week we lose a hundred fine young men. (Cada semana perdemos cien muchachos estupendos)

And, I wear it for the thousands who have died, (Y lo visto por los miles que murieron)
Believen' that the Lord was on their side, (Creyendo que el Señor estaba de su parte)
I wear it for another hundred thousand who have died, (Lo visto por otros cientos de miles que murieron)
Believen' that we all were on their side. (Creyendo que todos estábamos de su parte.)


Well, there's things that never will be right I know, (Bueno, ya sé que hay cosas que nunca estarán bien)
And things need changin' everywhere you go, (Y las cosas necesitan un cambio allá por donde vayas)
But 'til we start to make a move to make a few things right, (Pero hasta que empecemos a movernos para hacer unas cuantas cosas buenas)
You'll never see me wear a suit of white. (No me verás llevando un traje blanco.)

Ah, I'd love to wear a rainbow every day, (Ah, me encantaría vestir un arco iris cada día)
And tell the world that everything's OK, (Y decirle al mundo que todo está bien)
But I'll try to carry off a little darkness on my back, (Pero intentaré cargar con un poco de oscuridad en mi espalda)
'Till things are brighter, I'm the Man In Black (Hasta que las cosas no se iluminen, soy el hombre de negro.)

lunes, 6 de noviembre de 2017

Retrato de Vivaldi: un cuento. 3er movimiento: el jilguero y la aurora.

V

ivaldi se pone cómodo, y ya en bata y zapatillas y sin la peluca se prepara un chocolate caliente.  Vuelve al salón, se sienta cerca de la ventana abierta, que deja entrar la agradable brisa de principios de otoño, y mira hacia el exterior mientras va sorbiendo de su taza. Detrás de él, en la mesita junto al sillón, se amontonan las cartas pendientes de corresponder: un litigio interminable respecto de una reclamación económica de una ópera, cartas de Roma y de Mantua, contrato en Florencia para enero, cartas de París y Ámsterdam, próximo viaje a Praga y Viena… 

Vivaldi piensa en su padre. Él creó esta familia y la mantiene unida, no me quiero ni imaginar lo que sería si no estuviese él… Él fue también el primer músico de la familia y todo parece indicar que yo seré el último: no tengo, ni voy a tener, descendencia; y por lo tanto me veré privado de lo que es sentir el amor por un hijo. Pero, por otra parte, no sé si tendría el valor de ver crecer a un hijo mío en este mundo tan, tan… Se queda pensando en la palabra que está buscando y finalmente se decide por una: traicionero. Sí, eso es, traicionero. Una súbita sensación de pesimismo y pena ensombrecen su rostro.

El jilguero empieza a brincar en su jaula. Vivaldi se sonríe, se acerca y mete un dedo entre los barrotes.

—Espera, te traigo un trozo de manzana.

Va a la cocina a buscar una y vuelve para encajar un trozo entre los barrotes. El pajarito espera a que Vivaldi se aleje para acercarse a la manzana y entonces empieza a picotearla, mientras él mordisquea el resto.

El jilguero arranca a cantar, alegre y silvestre, alargando el cuello y forzando su garganta para hacer sonar el aire que sale prodigiosamente de sus mínimos pulmones. Vivaldi cierra los ojos y se queda escuchando su canto. Los abre después y mira el pajarito saltando de percha en percha. Está a punto de amanecer. 

Se va entonces a contemplar de nuevo el retrato. Supongo que en el fondo quiero que me vean, que reparen en mí… Que me quieran tal como soy, sin una máscara. Anna tiene razón, este muchacho se fija en todo. Ese mechón se lo ha sacado de la manga durante la última sesión, supongo que es su pequeño secreto, un sello personal. 

Se dirige entonces hacia el espejo grande y se contempla a sí mismo. No me puedo ver como me ven los demás… Siempre he tenido una inevitable tendencia hacia la melancolía y esa es probablemente mi principal inspiración. Mi sonrisa tiene un eco de tristeza… Y mi tristeza termina siempre con esa sonrisa.

De pronto, va deprisa a su mesa de trabajo para buscar la melodía que había garabateado antes de salir y se la queda mirando. Recuerda entonces el aire que silbaba el gondolero en su sueño: es la misma. Pero el gondolero empleaba un re menor y parecía extenderse como en un largo. A ver…

Toma el violín, cierra los ojos y se deja llevar por la melodía. Siente que ha dado con algo realmente interesante y no lo deja ir, se sienta y empieza a escribir. Lo bueno surge siempre de manera inesperada… Mejor con una viola d'amore, sí, mucho mejor, tiene que resonar. Se va un momento al teclado para ensayar el acompañamiento, y entre una cosa y otra pasa más de una hora concentrado en dar forma a esa pieza. De pronto levanta la cabeza y se da cuenta de que no ha dormido. Se gira y mira hacia la ventana: el sol acaba de salir. Qué hermosa mañana, a estas horas el mundo se renueva cada día y en el resplandor de cada amanecer se asoma un poco de la chispa inicial de la creación. Se levanta un instante para colocar la jaula del jilguero frente a la ventana. 

—Así podrás ver el cielo.

Sonríe, satisfecho de su acción, y mira hacia la partitura en su mesa de trabajo. Voy a tener que profundizar más en el acompañamiento, ha de expresar intimidad… Entonces recuerda de pronto a la mujer del sueño y se dice en voz baja a sí mismo, extrañado:

—Me llamó Antonio…

Vivaldi piensa en el sueño, que recuerda perfectamente en todos sus detalles. ¿Quién sería ella…? En fin, suspira y vuelve con su nueva partitura. Le pondremos un elegante laúd y unas pocas cuerdas que refuercen la idea. A esta hora tan de mañana en casa a solas es cuando mejor escribo.


Retrato de Vivaldi: un cuento. 2º movimiento: un paseo nocturno.

A

nna va sentada en la góndola, contemplando distraídamente los edificios con las ventanas encendidas y las farolas alumbrando el canal y las calles de noche, como si todo junto formara un gran decorado. Una brisa embriagadora trae consigo los rumores de la ciudad. Vivaldi, de pie, echa un rápido vistazo a su reloj y mira entonces hacia delante sin dejar de pensar en sus cosas. Se gira un momento para fijarse en la muchacha, que enseguida le sonríe sin necesidad de decir nada. Él le corresponde con su simpática sonrisa y vuelve a mirar hacia delante de nuevo. Llegan al otro lado y callejean un rato, ella del brazo de él, hasta que llegan a la casa.

—La luz de la habitación de Paolina está encendida. Mañana vendremos las dos por la mañana, ¿os parece bien? 

—Mañana por la tarde llegarán mi padre y mis hermanas de Brescia, y la casa será un jaleo. Sí, por la mañana está bien. 

Falta mes y medio para el estreno en noviembre de la nueva ópera en la que ella tendrá un papel principal, y Anna no puede ocultar su nerviosismo. Le toma ambas manos impetuosamente y con los ojos brillantes, dice:

—Estoy contenta y muerta de miedo a la vez.

—Lo haréis estupendamente. Lo que no sabemos es si el público estará a la altura de las circunstancias. Resulta desalentador tener que depender tanto de los demás.

A Anna le agrada la mirada con chispa de Vivaldi, y la combinación de su nariz aguileña con su media sonrisa. Le besa las manos al maestro y finalmente se gira y se dirige hacia el portal de su casa. Él la mira mientras entra y cierra la puerta, y espera un momento para que pueda llegar a su habitación. Su hermanastra Paolina descorre la cortina para mirar desde arriba y él la saluda con la mano. Anna aparece junto a Paolina y las dos corresponden al saludo. Vivaldi echa un rápido vistazo a las calles alrededor y se dirige hacia una para dar un largo paseo antes de volver a casa.

Piensa en Anna mientras camina. A sus cuarenta y tantos años, la conciencia de envejecer lo empieza a visitar con más frecuencia de la deseada, y una muchacha de diecisiete como ella podríamos decir que rejuvenece e incluso fertiliza su imaginación. Aunque bien sabe que el tiempo y las circunstancias solo pueden distanciarlo de ella. Además, estaban todas aquellas condenadas habladurías, producto de la envidia —para él, el peor de todos los pecados capitales—, que infestaban la República de Venecia como un enjambre de moscas carroñeras. Reflexiona que hay cosas que no se deberían decir a nadie, ni siquiera a uno mismo.

Sube despacio los escalones que llevan a un puente sobre el Gran Canal y nota que le cuesta, y que el propio pensamiento se cansa también. Una vez arriba se detiene para coger aire, contempla los reflejos de la luces de la ciudad en el agua y luego mira hacia el cielo estrellado. El resplandor de esta luna es el reflejo de un día oculto en otra parte. ¿Qué son los sueños? Lo que seguimos viendo mientras dormimos con los ojos cerrados, ecos en la noche de días que quedaron atrás. Ahora mismo, esta ciudad está soñando.

Continúa caminando entregado a sus pensamientos hasta llegar a un pequeño puente. Un poco más allá ve a una mujer enmascarada que parece estar buscando algo ansiosamente con la mirada, y entonces da con él. Vivaldi tiene que pasar por donde ella está y mientras lo hace, sintiéndose un tanto incómodo, la mujer le susurra:

—No os conviene estar aquí ahora mismo, venid conmigo. Hacedme caso.

Se esconden, dando un par de pasos hacia atrás, en un rincón oscuro. Un grupo de hombres y mujeres enmascarados se acerca armando bullicio con botellas en la mano, sin alcanzar a ver a un grupo armado de la policía que se dirige directamente hacia ellos por la calle adyacente.

—Ya llegan esos brutos de la policía. Poneos esta máscara y seguidme. 

La mujer toma la mano de Vivaldi, que se deja llevar a paso rápido, zigzagueando por las calles hasta meterse en una casa en la que se celebra una fiesta de carnaval. 

—Señora, dadme un respiro. ¿Me podéis explicar qué sucede?

—Ibais directamente a que os detuviesen con ese grupo. No me lo hubiese podido perdonar. Mezclémonos con la gente de la fiesta y dentro de un rato nos vamos afuera otra vez... ¿De qué os conozco?

—Vamos los dos enmascarados, ¿cómo puedo saberlo?

Se quitan las máscaras y se examinan el uno al otro, hasta que ella lo reconoce.

—Sois el prete rosso. Os he visto tocar el violín en varios conciertos, y también dirigiendo en el San Angelo. Estoy casada con el signor M, vos lo conocéis.

M era lo que se podría llamar un tipo influyente en la sociedad veneciana. Se ponen las máscaras de nuevo y ella se pasea del brazo de Vivaldi entre los diversos corros de gente, que mantienen variadas y animadas conversaciones mientras una pequeña orquesta toca música de baile. Cruzan la sala tranquilamente hasta que un tipo se queda mirando a la acompañante de Vivaldi, y entonces se acerca a ellos:

—Sois vos ¿Qué hacéis aquí? Pensé que iríais al casino con C.

—Cambié de opinión.

Y se agarra fuerte del brazo de Vivaldi.

—Ya veo.

Dejan atrás al individuo, que los sigue con la mirada intrigado mientras pasan a otra sala. Luego atraviesan un par de salas más dirigiéndose hacia una salida, y sigilosamente cruzan la puerta y se pierden entre las callejuelas.

—Vayamos hacia el canal. Me quedé sin pareja esta noche y os encontré a vos. Acompañadme hasta cerca del palacio, os lo ruego.

—Vayamos por ahí. ¿Qué hacíais en el puente?

—Han detenido a un amigo por espionaje. Realmente no sé de qué va el asunto, no tengo ni idea. Se supone que debía estar con aquel grupo que hemos visto antes para ir después a la casa de juego. Recibí una nota anónima advirtiéndome de que no fuese, pero estaba cerca y fui a ver… No parecéis un cura.

—Pues lo soy. Es mejor evitar cualquier relación con el tribunal que ha enviado a esa policía. ¿Tenéis la nota?

—La rompí.

—¿Por qué?

—No lo sé... De pronto, me entraron ganas de romperla.

Vivaldi observa con curiosidad a la mujer: más bien joven, hermosa y, por lo que parece, impulsiva.

—Deberíais haberla conservado. Bueno, ahora da igual. ¿Vuestro marido está al corriente?

—No lo sé.

—¿Es posible que él esté detrás de todo esto?

Ella se encoge de hombros.

—Supongo que sí.

—Pues tenéis que hablar con él. 

—La verdad es que no me apetece. Pero supongo que tenéis razón, no podemos darnos la espalda todo el tiempo.

—Quizás en su caso yo hubiese hecho lo mismo. 

Vivaldi le sonríe y ella le corresponde con una elegante y graciosa reverencia. Entonces lo mira atentamente un instante y él enarca las cejas al sentirse observado. La mujer empieza a decir, con un aire pensativo:

—Sois un tipo extraño. Incluso misterioso… Y muy persuasivo. Me gustaría poder hacer algo por vos.

—Si tuvieseis previsto algún concierto privado para este mes de octubre, por favor tenedme en cuenta. Os anoto mi dirección. Vos o vuestro marido podéis enviarme una carta y yo la contestaré al momento. Apenas salgo de casa, tengo un problema respiratorio que me lo impide.

—Tampoco parece que tengáis un problema respiratorio.

—Pues lo tengo. Vamos, os acompaño.

Cerca ya de su palacio se despiden. La observa mientras se aproxima a la puerta principal y siente una corriente de simpatía hacia ella. Antes de entrar, la mujer se gira y saluda con la mano a Vivaldi. Este se sonríe y corresponde al saludo. Luego, continua con su paseo nocturno. 

Nada más meterse por una calle estrecha, ve a un aristócrata que conoce del consejo de administración del Ospedalle, junto a dos individuos de aspecto sospechoso. Se coloca enseguida la máscara de nuevo, un instante antes de que los tres se giren a la vez y se lo queden mirando. ¿Qué estarán esperando aquí a las tantas de la noche? No me reconocerá con la máscara. Entonces se gira para evitarlos y volverse por dónde había venido.

—¡Esperad!

Se detiene y tarda unos segundos en darse la vuelta. 

—¿Vivís por aquí? Estamos buscando a…

El aristócrata reconoce el hoyuelo en la barbilla del enmascarado.

—¿Os conozco?

Vivaldi se quita la máscara.

—No podía dormir y salí a dar un paseo. 

—¿Qué hacéis con una máscara? ¿No me digáis que vais a jugar?

—Nunca juego. Sólo paseaba tranquilamente. Me va bien para la salud.

—¿Con una máscara?

—Puedo explicarlo. Veréis…

—Vivaldi, no deberíais estar aquí. Marchaos por donde habéis venido. Recordad que no nos hemos visto.

Vivaldi asiente con la cabeza, se coloca de nuevo la máscara y antes de irse no puede evitar preguntar:

—Disculpadme, pero ya que estamos aquí, ¿habéis decidido algo acerca de la compra de los conciertos para este año?

—Vivaldi, creedme, no es el momento. Pasado mañana venid a la Pietà y arreglamos de una vez el asunto con los otros administradores y el maestro de coro.

Vivaldi saluda cortésmente con el sombrero y, sin más preámbulo, sale rápidamente de escena por la primer callejón que le queda a mano.

Caminando a paso lento y cada vez más pensativo, llega junto al Gran Canal a la altura del Teatro San Angelo. No es lo mismo escribir música, tocarla y dirigirla, que hacer de empresario organizando semejante maquinaria de contratos, decorados, cantantes, músicos, finanzas y todo lo demás. Parece un circo. 

Un individuo enmascarado viene por el otro lado, visiblemente alterado y maldiciendo. Vivaldi se aparta para no ser visto pero el hombre repara en él, se detiene y se lo queda mirando.

—¡Esperad!

Reanuda decidido el paso hacia Vivaldi. Llega y se quita el sombrero y la máscara. Se trata de un joven bien educado y de buen aspecto.

—Disculpadme, ¿podríais prestarme dinero? Mañana por la mañana os lo devuelvo sin falta. Os doy mi palabra.

Al joven le incomoda la mirada fría de Vivaldi mientras este sostiene la bolsa en su mano ofreciéndole el dinero

—Contadlo vos mismo.

El joven cambia inmediatamente de opinión.

—Guardadlo, no lo quiero. Os pido disculpas. Será mejor que no juegue más esta noche. Acabo de perder a las cartas una suma considerable. No sé cómo lo han hecho, pero estoy seguro de que aquel tipo estaba compinchado con el de la banca. Y luego la muchacha me distraía todo el rato con sus sonrisas, sus miraditas y su escote… Ahora mismo se deben estar riendo de mí mientras se reparten el dinero. Me da rabia.

—Mirad el lado positivo.

—Qué lado positivo.

—Pues ahora mismo no lo puedo saber. Pero ya veréis, algo bueno saldrá de todo esto... Si sois lo suficientemente inteligente para apreciarlo.

 —Sois un optimista. Ya me acuerdo de vos, os he visto en un concierto en la embajada francesa. Y también con la orquesta en San Marco. Sois el cura pelirrojo.

—Esta noche mi fama me precede. ¿La embajada francesa?

—Trabajo ahí.

—No tenéis acento francés. Cuál es vuestro trabajo. 

—Mi madre es genovesa. Ayudo en la oficina comercial.

—Vaya. Acabo de vender recientemente unos conciertos al rey de Francia. Veréis, tengo un problema, por motivos de salud apenas puedo salir de casa, y me veo muy limitado para poder viajar por Europa y publicar y vender mis conciertos en diversas capitales. ¿No habría alguna manera de distribuirlos en Francia a través de vuestra oficina comercial de la embajada?

—¿El rey de Francia?

—Luis XV. Sí, una cantata y varios conciertos.

—Tendría que averiguar.

—Por supuesto. Averiguad y venid a verme al San Angelo, el teatro que tenemos detrás, y preguntad por el prete rosso... ¿No os decía yo que vuestra desdichada partida de cartas traería algo bueno finalmente?

El joven se sonríe y se queda mirando a Vivaldi, que aprovecha ese momento para despedirse:

—Ahora será mejor que me vuelva a casa, me siento terriblemente cansado. 

—¿Queréis que os ayude a ir a algún sitio?

—Os lo agradezco. No, tomaré una góndola ahí.

Se despiden educadamente y entonces Vivaldi da por terminada la noche. Se dirige hacia el Rialto, que le queda ahí al lado, y se sienta en unos escalones. Se acomoda como puede en la piedra, saca su cuaderno y anota una serie de comentarios: se trata de un par de modificaciones en las arias de Anna. También quiere simplificar el libreto en varias partes y lo anota para no olvidarse. Bosteza, guarda el cuaderno, se abriga bien y se reclina contra el muro. Con los ojos cerrados oye a un gondolero tararear una melodía que le suena de algo… De pronto, se encuentra en el interior de un estrambótico palacio increíblemente grande, es de noche y magníficas arañas colgando del techo iluminan espléndidamente el espacio repleto de gente por todas partes, vestida exageradamente con pelucas, máscaras y toda clase de sombreros. Una orquesta de muchachas virginales interpreta una pieza musical ante una fila de enmascarados que las miran fijamente con lascivia, al tiempo que varios monos, loros y un rinoceronte pasan por ahí entre la gente. Unos tipos con turbantes voluminosos y aire de ser importantes hablan con el Dux y los del consejo, ajenos a todo demás. Alrededor de varias mesas alargadas, hombres y mujeres apuestan a las cartas en silencio de una manera misteriosa. De ahí pasa sin apenas darse cuenta a habitaciones más humildes y extrañas envueltas de penumbra, con gente en los rincones que habla en voz baja. Una enmascarada le sonríe y se aleja con paso ágil, girando la cabeza para asegurarse de que la sigue. Vivaldi no puede evitar avanzar entre esos desconocidos buscando a la mujer, yendo de habitación en habitación hasta llegar a una casi a oscuras y con voces de fondo musitando palabras que no logra entender. Se detiene y escucha en su oído la voz de la enmascarada, no sabe lo que dice pero siente el cálido aliento en su oreja. Se estremece, cierra los ojos y se deja llevar por ella, que lo acoge entre sus brazos amorosamente: Antonio… De pronto se da cuenta de que es un sueño y muy alarmado enseguida se despierta.

El campanario la iglesia de San Bartolomeo hace sonar los cuartos y Vivaldi mira la hora en su reloj. Dentro de poco empezará a clarear. Era costumbre que quienes habían pasado la noche de fiesta, la terminaran de mañana temprano paseando junto al puente Rialto, mezclándose con los hombres y mujeres que llegarían poco después en su primer paseo matutino, mientras iban llegando las barcas cargadas de frutas, verduras y flores procedentes de las numerosas islas de la laguna. Pasa un rato mirando ese momento que une la noche con el día, hasta que se levanta y busca un gondolero.


Retrato de Vivaldi: un cuento. 1er movimiento: el retrato.

V

ivaldi posa en el salón de su casa para un retrato al óleo que le están pintando en ese momento. El pintor, un joven que empieza a destacar en el mercado, se fija en su modelo un instante y le dice:

—Vivaldi, podéis hablar si queréis. Intentad no mover la cabeza demasiado. El resto del cuerpo puede relajarse ahora. Será solo un rato más. Esta luz de la tarde destaca mejor las formas, aprovechémosla.

—De acuerdo. De qué hablamos.

—Habladme de música.

—Resulta complicado hablar de música. No creo que las palabras puedan explicarla. Os puedo decir cómo se escribe, pero no cómo surge una melodía, por ejemplo… Yo creo que están en el aire. Ahora bien, aprendí música con el violín de mi padre y soy violinista, y para encontrar las notas tengo que ir moviendo el brazo rítmicamente: a veces lo alargo un poco más y a veces un poco menos, y ahí creo que radica mi principal fuerza: domino el ritmo y juego con él. ¿Y qué es el ritmo?

—Una repetición.

—Exactamente: una repetición. Lo mismo que el corazón repite los latidos dentro del pecho. Pero la música es algo más que ir moviendo los brazos. Necesita vida, alma, un soplo divino si queréis llamarlo así. 

—No os mováis.

Vivaldi recupera su posición.

—¿Cómo os está yendo en el San Angelo?

—Bastante bien. Además, me gusta especialmente esta ópera. ¿Gustará al público? Espero que sí.

—¿Y la señorita Girò?

—¿Qué pasa con ella?

—¿Cómo lleva su papel?

Vivaldi observa con cierta desconfianza al pintor, que en ese momento presta absoluta atención a un detalle en el lienzo, para buscar enseguida una mezcla en la paleta.

—Ha trabajado mucho para el estreno y lo hará estupendamente. Tiene un gran sentido para lo dramático y es una excelente cantante.

El pintor se acerca a la tela para dar sus últimas pinceladas, tan concentrado en la labor que podría decirse que por un instante su mente está en otro mundo. Después da un par de pasos hacia atrás para contemplar a mayor distancia el resultado.

—Se acabó por hoy. No más de hora y media por sesión. Pasado mañana lo termino. Lo dejaremos secar un poco, no demasiado, y mientras tanto nos vendrá bien un día de descanso.

Vivaldi deja de posar y se va al otro lado del caballete para observar el cuadro.

—Se me ve un poco de pelo debajo de la peluca… Sin embargo, estoy seguro de que ese mechón no ha asomado en ningún momento. Cuando lo terminemos necesitaré copias de dibujos en tinta. ¿Por qué es tanto más caro un cuadro que un concierto?

—Para escribir un concierto a vos os basta con lo que tenéis a mano en este mismo cuadro: papel, pluma y un tintero. Ni siquiera necesitáis el violín. Yo necesito una tela y unos colores que son bastante más caros, empezando por ese rojo. Consideremos además que he empleado cuatro sesiones de hora y media, seis en total, con sus respectivas y obligadas pausas, para terminar el retrato (por no mencionar las horas que he pasado con los estudios preliminares). Vos, en cambio, sois capaz de escribir un concierto en poco más de lo que se tarda en transcribirlo. Y, por último, los ingresos por la venta de un concierto proporcionan a su vez otros ingresos cada vez que se ejecuta en público.  

—De eso no veo nada normalmente. Además, esa rapidez en escribir un concierto es relativa. Debéis considerar todos los años de trabajo, duro y en ocasiones agotador, que la preceden.

–Esa es una buena observación. De todos modos, Vivaldi, sois un empresario exitoso.

—Escuchadme bien. Un cuadro es un objeto físico que se cuelga en una pared para que pueda contemplarse a lo largo del tiempo, después incluso de la muerte de quien lo pintara, o de quien posara para él o lo haya comprado. Ahí sigue, siempre en la pared. Ahora bien, ¿dónde podemos localizar la música, de manera que podamos ir allí y señalarla con el dedo? No desde luego en el pentagrama en el que se ha escrito: no son más que manchitas cuidadosamente ordenadas, instrucciones dadas para que el músico las ejecute, y lo que ejecuta y oímos en el periodo de tiempo que dura su interpretación es un sonido inmaterial que una vez terminado desaparece en el aire. Todo el mundo me considera un materialista, aunque me parece una apreciación totalmente injusta; y, sin embargo, vedme en la contradicción de tener que dedicarme a algo tan inmaterial. 

Vivaldi se anima y continua con su exposición:

—¿Cuál es el principio de nuestra sociedad? Las deudas, gente encadenada a gente con los eslabones de las obligaciones y el dinero.

—¿Y qué es el dinero? 

—Eso es: ¿qué es el dinero? Nuestra vara de medir el valor de las cosas, calibrada de una manera harto particular. Mi música es admirada y alabada en las principales cortes de Europa, soy el primer violinista de nuestro tiempo, incluso el mismo Papa pidió que tocara para él. Estáis en presencia de uno de los mayores músicos que ha conocido Venecia, y no hay ni habrá nunca música en este mundo como la de Venecia. Y sin embargo, yo… yo…

Vivaldi pierde por un momento el aliento y pone cara de asustado.

—¿Estáis bien?

—Agua… Apartaos y dejadme espacio para respirar… Estoy bien, gracias.

Vivaldi recupera poco a poco la compostura y eleva entonces su mano con el dedo índice apuntando al cielo, para decir con solemnidad:

—Dios, en su infinita sabiduría, quiso darme un don y a la vez un castigo. No lo cuestiono ni me quejo, el don bien merece la pena.

El pintor se sonríe al ver a Vivaldi recuperando de nuevo su sentido teatral.

—¿Os preocupa algo?

—No, todo está en orden. Necesitaré los dibujos en tinta, tengo que enviarlos para los grabados de mis publicaciones en Londres, Ámsterdam y Dresde.

El pintor observa a Vivaldi. Después de todas las sesiones para retratarlo, estudiándolo tan detenidamente, sabe que el personaje no es lo que parece y así ha pretendido enfocar su retrato. La puerta de la sala se abre en ese momento y entra una bonita muchacha de diecisiete años enmascarada, envuelta en una capa con una capucha. Después de cerrar la puerta, ve al pintor, se baja la capucha, se quita la máscara y lo saluda.

—Creí que el cuadro ya estaba terminado. 

—Vivaldi, ¿y si hiciera un retrato de la señorita Girò?

La muchacha sonríe y mira a su maestro.

—Ahora mismo, no es el mejor momento. Tengo una cita con el alemán del otro día, a ver si logro que me compre algunos conciertos. Me pidió cuatro pero le llevaré diez.

El pintor recoge sus cosas y se despide hasta pasado mañana a la misma hora. Una vez fuera de escena, Vivaldi se dirige a la muchacha:

—Mirad el retrato. No puedo evitar pensarlo: veo al rosso, pero no al prete.

—Pedidle que os pinte con un breviario, o una cruz, o algo parecido.

—La verdad es que me gusta así. Anna, qué veis en este retrato. 

—Creo que os ha captado perfectamente. 

—Es listo. Me hace hablar para que me sienta cómodo y me asome tal como soy. Reconozco que eso me incomoda y me gusta al mismo tiempo... Y, según parece, también os quiere captar a vos.

Vivaldi escudriña con una mirada astuta el rostro de la muchacha, pero ella no le hace caso.

—Me habéis preguntado por lo que veo en el retrato. Os ha pintado hermoso porque sois hermoso, aferrado a la música igual que a ese mástil del violín, y anotando las notas en la partitura para mostrar lo que ocupa vuestra mente. Parecéis más joven de lo que sois, pero es que realmente dais esa impresión. Me gusta este cura pelirrojo. ¿Vamos a ver al alemán? La góndola espera fuera.

Vivaldi se queda pensando, toma el violín rápidamente, cierra los ojos y empieza a indagar sobre una melodía que se le acaba de ocurrir. Luego la transcribe en un pentagrama.

—Será un momento. Odio olvidarme de las ideas. Sé que luego vuelven, pero siempre me faltó paciencia para esperarlas de nuevo... Ya está. Ahora dadme unos minutos para cambiarme.

Anna contempla, mientras espera, el desorden en la mesa de trabajo; se acerca y aprovecha para fijarse en algunas partituras. Llaman a la puerta.

—¡Maestro! ¡Llaman!

—¡Id a ver qué quieren!

Cuando sale, ya perfectamente arreglado para la cita, ve a Anna con una nota en la mano y a un tipo descargando en el salón varias cajas de vino. Vivaldi lee la nota y entonces su cara expresa una profunda decepción.

—El alemán no puede vernos hoy y lo deja para la semana que viene. Me envía para disculparse estas botellas de vino.

Las mira tratando de comprender su significado y luego vuelve a leer la nota una vez más, hasta que desiste.

—Da igual que la lea cien veces, siempre dirá lo mismo. No será nada, la semana que viene le venderé los conciertos. Qué hacemos ahora.

—Sugiero lo siguiente: vamos a la cocina y preparo la cena mientras discutimos mi parte de la ópera, y cenamos tal como nos hemos vestido para la ocasión con este vino.

—Me parece bien. Nos lo beberemos a la salud del alemán. Avisad por favor al gondolero para que vuelva a medianoche. Después de cenar trabajaremos un rato más en vuestro papel.

—Sí, maestro.

viernes, 20 de octubre de 2017

Il prete rosso.

Antonio Lucio Vivaldi nació el 4 de marzo de 1678 en Venecia. Aprendió a tocar el violín a edad temprana con su padre, violinista profesional, quien le debió guiar seguramente en sus estudios musicales mientras paralelamente iba completando los del sacerdocio. En marzo de 1703 se ordenó sacerdote a los 25 años, y seis meses después se convirtió en maestro de violín en el orfanato llamado Ospedalle della Pietà de Venecia.

Algún tipo de afección pulmonar o respiratoria, posiblemente asma, le impidió dedicarse, según comentó él mismo, al sacerdocio: se quedaba sin aire dando misa, así como cuando caminaba un trecho, de manera que solía desplazarse en carruaje o en una góndola, para no fatigarse en exceso por las callejuelas, puentes y el montón de escalones que tiene la ciudad de los canales.


Cuatro orfanatos públicos acogían en Venecia a los numerosos huérfanos victimas de lo que podríamos llamar los estragos de la vida, sin familia cercana o con familiares que no podían hacerse cargo de ellos: el de la Pietà, el de los Mendicanti, el Ospedalleto y el de los Incurabili. Acogían principalmente niños de edad entre 6 y 10 años, que recibían una educación y aprendían un oficio para salir enseguida como aprendices. Las niñas aprendían labores consideradas como femeninas, y si mostraban un talento al respecto, pasaban a dedicarse a la música. El Ospedalle della Pietà, fundado en 1346 y en actividad hasta 1797,  tenía una orquesta y coro exclusivamente femenino de renombre tanto en Venecia como fuera de ella. Estas muchachas dedicadas a la música llevaban una vida retirada, y a partir de una cierta edad podían optar por un matrimonio, para el cual el orfanato aportaba una dote; o seguir con la música o irse a un convento. La mayoría de composiciones de Vivaldi, sacras y profanas, se hicieron a medida de esas muchachas, que eran conocidas y admiradas en una Venecia en la que la música parecía ser el alma de la ciudad.


“No me falta música. Casi no hay noche en la que no se dé algún concierto privado en alguna parte; la gente va corriendo al canal a escucharla como si fuese por primera vez. La locura de Venecia por este arte es inconcebible.”, escribe el viajero francés de Brosses durante su estancia en 1739. Y continúa hablando de las muchachas de los orfanatos, en particular de las de la Pietà:

“Cantan como los ángeles, y tocan el violín, la flauta, el órgano, el oboe, el violonchelo, el fagot: en una palabra, no hay instrumento, por grande que sea, que les asuste. Viven en clausura como religiosas. Ellas son las únicas intérpretes, y cada concierto se compone de unas cuarenta muchachas. Os juro que no hay nada más agradable de ver que una joven y bonita religiosa en hábito blanco, con un ramito de granadas en la oreja, dirigir la orquesta y marcar el compás con toda la gracia y precisión imaginables.”

En 1743 Rousseau trabajaba en la embajada francesa de Venecia, y no dejaba de asistir nunca a los orfanatos a escuchar música. Él, amante de la música, dijo lo siguiente:

“A mi modo de ver hay una música muy superior a la de las óperas y que no tiene parecido en Italia ni en el resto del mundo, y es la de las scuole.”

Es decir, los orfanatos. Y a continuación nos muestra el resultado de idealizar demasiado las cosas de esta vida:

“La iglesia se llenaba siempre de aficionados, y hasta los mismos actores de la ópera iban a estudiar el verdadero gusto en el canto de esos excelentes modelos. Lo que me desconsolaba eran aquellas malditas rejas que, dejando sólo paso a los sonidos, me ocultaban los bellos ángeles que tales voces tenían. Yo no hablaba de otra cosa. Un día, conversando de ello en casa de Le Blond, éste me dijo: "Si tenéis curiosidad por conocer a esas niñas, será fácil satisfaceros. Yo soy uno de los administradores de la casa y quiero que podáis merendar en su compañía". No le dejé en paz hasta que cumplió su palabra. Al entrar en el salón que encerraba esas codiciadas bellezas sentí́ una emoción amorosa que jamás había experimentado. El señor Le Blond me presentó, una tras otra, todas aquellas cantatrices célebres, de quienes no conocía más que la voz y el nombre. "Venid, Sofía...". Era horrible. "Venid, Cattína..." Era tuerta. "Venid, Batti....." Estaba desfigurada por la viruela. Apenas había una que no tuviese un defecto notable. El malvado se reía de mi cruel sorpresa. Sin embargo, hubo dos o tres que no me parecieron del todo feas: mas no cantaban sino en los coros. Yo estaba desconsolado.”

La vida en aquella Venecia que iba saliendo del barroco del XVII, para adentrarse en el nuevo siglo que la vería desaparecer como república tras las guerras napoleónicas, era complicada y contradictoria. Si por un lado era socialmente muy estricta y ordenada, y no toleraba desviaciones al respecto, por el otro daba expresión a su sentido de la diversión con un carnaval que duraba 6 meses. Y si por un lado exhibía la opulencia y el lujo de sus fiestas, conocidas en toda Europa y motivo turístico ya por entonces de numerosos viajeros, por el otro carecía como contrapartida de una base económica sólida para tanto adorno, como si se hubiese vuelto hacia lo superficial aislada en una especie de irrealidad.


En su primer día de carnaval en 1730, el viajero alemán barón de Pöllnitz se fue a pasear por la ciudad disfrazado de Domino. En la plaza San Marco se le acercaron dos mujeres enmascaradas. Una le estiró de la manga y le dijo: “Señor, yo y esta señora junto a mí, mi amiga, nos imaginamos por su porte más bien alto que no sois un hombre de aquí, sino un extranjero, y nos parece también que no sois una persona vulgar. Nos encantaría compartir una conversación y será un placer dar una vuelta por la plaza”. Se presentaron como la signora M y la esposa del signor C, y el alemán se quitó la máscara para presentarse, según cuenta en su carta.

De Brosses dijo respecto de las religiosas que había podido ver en Venecia:

“Todas las que he visto en misa, a través de la reja, charlando durante toda la ceremonia y riendo juntas, me han parecido bonitas en grado sumo y ataviadas como para hacer valer su belleza. Llevan un pequeño tocado encantador, un hábito sencillo, con naturalidad, casi siempre blanco, que les descubre los hombros y el escote, como los vestidos a la romana de nuestras actrices.”

Éste es el contexto de las aventuras que Casanova nos cuenta en sus memorias hasta su detención, posterior fuga de la cárcel y huida de Venecia. En 1753 recibe una misteriosa invitación anónima en nombre de una monja de unos 22 años, que desea conocerlo:

"Nombre una noche, la hora, el lugar de la cita y la verá salir de una góndola. Solamente tenga cuidado de estar ahí solo, enmascarado y con un linterna."

En la vida de los hombres y mujeres de Venecia se daba una combinación entre la relajación de unas costumbres por las que se asomaba a veces un cierto libertinaje, y el férreo control de la religión haciendo de camisa de fuerza, en una especie de estado policial paranoico y represivo. El caso es que para Carnaval la ciudad se convertía en una formidable mascarada con sus noches de fiesta y juego.

En 1715 el arquitecto alemán von Uffenbach describió el virtuosismo de Vivaldi ejecutando el violín: “Vivaldi interpretó un acompañamiento en solitario de manera excelente, y en la conclusión añadió una fantasía improvisada que me sorprendió absolutamente, porque es casi imposible que alguien haya tocado alguna vez, o pueda tocar, de esa manera”.

Vivaldi había publicado en 1711 en Amsterdam su primer ciclo de conciertos, “L’Estro Armonico”. La riqueza de ritmos, el sonido vibrante y su facilidad para las melodías, así como la relación que mantienen el instrumento protagonista y la orquesta, daban una profundidad a la música que impresionó a Bach, quien decidió transcribir algunas partes para teclado y órgano.


En 1714 publica un segundo ciclo de conciertos muy inspirado, La Stravaganza.


La fama de sus conciertos, que agrupaba normalmente alrededor de un concepto e incluso refiriéndose a un tema figurativo (“el verano”, “la noche”, “la caza”, "la tempestad del mar", etc.) , se extendió por Europa. “Il Cimento dell’armonia e dell’invenzione”, con sus cuatro estaciones, lo publicó de nuevo en Amsterdam en 1725. El conjunto de conciertos denominados “La cetra” en 1727. El conjunto de 6 conciertos para flauta opus 10, en 1728. Los 2 últimos lotes de conciertos opus 11 y opus 12, en 1729. Entonces llegó a la conclusión de que no publicaría más, puesto que cualquiera podía copiarlos, como de hecho sucedía; así que pasó a vender directamente sus originales manuscritos que su familia ayudaba a transcribir.


A los 35 años estrenaba en 1713 su primera ópera, “Ottone in Villa”, en Vicenza. Un año después pudo estrenar en la misma Venecia “Orlando finto pazzo”, en el teatro San Angelo. La ópera tenía un importante protagonismo en la música de Venecia, y representaba una oportunidad para triunfar tanto como compositor como económicamente; sin embargo tendría que ejercer también de empresario, con el riesgo financiero que ello conllevaba. Y la competencia en el mercado operístico era tremenda. Vivaldi tuvo que trabajar en teatros secundarios, y salir de viaje muchas veces fuera de Venecia buscando teatros e ingresos, encontrándose por el camino con multitud de dificultades.

Goldoni nos relata en sus memorias el encuentro que tuvo de joven con el cura pelirrojo en las fechas previas al estreno de Griselda en 1735. Vivaldi estaba nervioso, era su primera oportunidad de representar una ópera seria en uno de los teatros más prestigiosos de Venecia, el de San Samuele. Goldoni se iba a encargar de unas modificaciones de última hora en el libreto. Cuando llegó a la casa de Vivaldi, lo encontró rodeado de su música con el breviario en sus manos. Éste se puso en pie, se santiguó, dejó el breviario a un lado y entró en materia mientras se volvía a santiguar: la señorita Girò, que iba a representar a la paciente Griselda, necesitaba un aria expresiva y llena de agitación, a ser posible interrumpiendo las palabras para suspirar, o con un poco de acción, en fin, algo más teatral. Mientras le explicaba todo esto a Goldoni, se interrumpía encomendándose a Dios en latín. Goldoni continúa:

“Burlándose de mí, el abate me tendió el drama, me proporcionó papel y un escritorio, volvió a coger su breviario, y recitó sus salmos y sus himnos dando un paseo. Releí la escena que ya conocía; recapitulé lo que deseaba el músico y, en menos de un cuarto de hora, anoté en el papel un aria de ocho versos dividida en dos partes; llamé a mi eclesiástico y le mostré mi trabajo. Vivaldi lo leyó, desfrunció el ceño, volvió a leerlo, dio gritos de alegría, arrojó su oficio al suelo y llamó a la señorita Girò. Ella acudió. “¡Ah! –le dijo-, he aquí un hombre excepcional, un poeta excelente: lea este aria, la hizo este señor de aquí, sin moverse, en menos de un cuarto de hora”; y, volviéndose hacia mí: “¡Ah! Señor, le pido disculpas”; y me abrazó, y aseguró que nunca habría otro poeta como yo. Me entregó el drama y me ordenó otros cambios; siempre contento de mí, la ópera salió de maravilla”.


Goldoni dice de Vivaldi que era “un excelente violinista y compositor mediocre”. Quizás hoy, desde la perspectiva que nos ha dado el tiempo que ha pasado, su música suene mejor que entonces, y estemos en situación de comprender también mejor su dimensión como compositor que en aquel momento, cuando era considerado principalmente como un gran violinista en Venecia. Un viajero inglés escribió en su cuaderno en 1721:

"Es muy frecuente allí ver a sacerdotes en la orquesta. El célebre Vivaldi, al que llaman el "prete rosso", muy conocido entre nosotros por sus conciertos, los superaba a todos".

Vivaldi tenía sentido para lo dramático y se esmeró en la música de Griselda, que es espectacular. Si de algo peca la ópera, tal vez sea de haber querido impresionar demasiado al público. También hay que decir que aunque la Girò tenía más arias que los demás, y por lo tanto más protagonismo, lo cierto es que sus arias no eran las más llamativas.


Goldoni se otorgó en su relato un protagonismo a sí mismo que excedía en importancia a su verdadera contribución en todo aquello. Y la caricatura que hace de Vivaldi, representando teatralmente su papel de cura piadoso, tampoco nos da una pista de lo que podría ocultar detrás de la máscara.

Tampoco disponemos de buenos retratos: es posible que posara para el grabado de Morellon de la Cave, que acompañaba la publicación en Amsterdam de Il cimento dell'armonia e dell'inventione en 1725, o tal vez no y se trate de copia de algún otro retrato; sin embargo es prácticamente seguro que posó para la caricatura que le hizo Ghezzin en 1723. En ambos casos parece un tipo con chispa, con tendencia a sonreír y de mirada inteligente.


El retrato anónimo de Bolonia hace pensar en Vivaldi, pese a no haber ninguna documentación que lo relacione.



Guarda una evidente semejanza con el grabado de Ámsterdam en la indumentaria, la pose y los rasgos. Según Goldoni, era más conocido por su mote, Il Prete Rosso (el Cura Pelirrojo) —tal como anota Ghezzin en su leyenda—, que por su nombre real; por lo que es posible que el protagonismo que adquiere el color rojo en el cuadro tenga que ver con ese apodo. En cuanto a la nariz, tal como está pintada, coincide en su estructura con la que vemos de perfil en la caricatura de Ghezzin. En ambos casos se puede apreciar la misma línea que separa el pómulo derecho de la base de la nariz; la forma y altura de la frente son calcadas; la barbilla, en la que se adivina un hoyuelo, es muy parecida; y el labio superior sobresale con una expresión similar en los dos retratos. Incluso la mirada, con los párpados un poco caídos y los ojos notablemente separados —que se adivina en el perfil que dibujó Ghezzin por el espacio que media entre el ojo y la base de la nariz— parece la misma.



Y un detalle común en los tres retratos: en ninguno parece un cura. De manera que si consideramos además que el óleo sobre tela se corresponde a aquella época y lugar, y que alguien, no sé quién ni en qué momento, lo relacionó con Vivaldi, no nos costará nada admitirlo como una imagen perfectamente asociable a Antonio Lucio Vivaldi.

La música da expresión a emociones represadas, y cualquiera puede ver que Vivaldi tenía un montón. Es a través de ella que podemos percibirlo: en la alegría desbordante o la dramática tensión de sus allegros; en la serenidad, delicadeza e incluso melancolía que escuchamos en sus largos; en el patetismo de sus adagios; en la energía controlada que demuestra en sus andantes; en su dominio total del ritmo, desde lo más animado hasta lo más pausado; en sus melodías que le salían con total naturalidad; o en el sonido vibrante y eléctrico de las secciones de cuerda y de viento que crea su atmósfera tan personal, o en la impresionante inventiva y energía creativa en general de su música. Quizás fuese en ocasiones hipócrita, tal vez evitara a veces la sinceridad; seguramente representaba un papel, o varios, en el teatro de este mundo; probablemente tuvo que mentir, como lo hace cualquiera, para poder sortear situaciones complicadas; pero en donde no cabía ningún tipo de falsedad ni disimulo era en su música, absolutamente auténtica y que manaba directamente de su sensibilidad, y que discurría gracias a la pureza de su genio para darle forma en aquella Venecia del barroco que más o menos venimos retratando.


Goldoni dedicó también unas palabras a de Anna Girò, que curiosamente estaba en ese momento en casa del compositor: Vivaldi hace como propia la preocupación y los deseos de su prima donna, y muestra de esa manera que ejercía realmente algún tipo de influencia en él, por qué no decirlo, como mujer. Ella había nacido hacia 1710 y aprendido música de niña con Vivaldi, hasta que pasó a formar parte de su vida tanto profesionalmente como en lo personal: ella, su hermanastra y su madre ayudaban a un Vivaldi precario de salud y le acompañaban en los viajes. Con 14 años debuta con éxito como cantante en una ópera de Albinoni.  A los 16 participa ya en las óperas de Vivaldi, para la que escribe música a su medida. Y así siguieron juntos hasta 1740. Según Goldoni, Anna no era particularmente guapa, pero sí tenía su gracia: era de bonita figura, sus ojos y su pelo eran hermosos, y sus labios encantadores; y aunque no tenía una gran voz, sabía usarla dramáticamente y era una buena actriz.

Vivaldi se había ido alejando del sacerdocio para dedicarse a su música, primero con el orfanato y luego con sus óperas. Puede decirse que Anna Girò formaba parte de sus óperas, lo mismo que de sus viajes y de su vida. Hasta qué punto intimaron, es una duda que debió molestar particularmente a la alta moralidad del cardenal Tommaso Ruffo, que un buen día prohibió a Vivaldi su entrada en Ferrara por conducta inapropiada de un eclesiástico, en uno de sus viajes para preparar la representación de una ópera.

El 16 de noviembre de 1737, Vivaldi escribe a su protector el marqués Bentivoglio en los siguientes términos:

“Lo que más me preocupa es la mancha que su Eminencia, el cardenal Ruffo, ha vertido sobre estas pobres mujeres, por algo que se debería probar.”

Y continúa:

“Hace veinticinco años que no digo misa, y ya nunca la diré, no por orden o prohibición como Vuestra Eminencia podrá informarse, sino por mi propia decisión, y ello a causa de un mal que padezco de nacimiento y que me atormenta.

Apenas ordenado sacerdote, dije misa durante un año o poco más, y luego abandoné tras haber tenido que dejar el altar tres veces sin terminarla a causa del ese mismo mal. Por esa razón, vivo casi sin salir de casa, y sólo salgo de ella en góndola o en carroza, porque el mal, o la estrechez del pecho me impide caminar.

Ningún caballero me invita a su casa, ni siquiera nuestro príncipe porque todos están informados de mi condición. Normalmente, puedo salir nada más comer, pero nunca a pie. Ése es el motivo por el que no celebro misa. Fui a Roma para la ópera, tres carnavales seguidos, y como Vuestra Excelencia sabe, nunca solicité la misa, aunque toqué en el teatro y es bien sabido que Su Santidad misma quiso oírme tocar y me dedicó mil elogios. Fui invitado a Viena y nunca dije misa. En Mantua estuve tres años al servicio del muy piadoso príncipe de Darstadt junto con las mencionadas damas, que siempre fueron muy honradas por Su Augusta Majestad con la mayor amabilidad, y nunca dije misa. Mis viajes siempre fueron muy caros, porque siempre llevé conmigo cuatro o cinco personas para ayudarme.

Todo lo bueno que puedo hacer, lo hago en mi propia casa y en mi mesa de trabajo. Por consiguiente, tengo el honor de mantener correspondencia con nueve príncipes y mis cartas viajan por toda Europa. He escrito al Signor Mazzucchi que no puedo ir a Ferrara si no me permite quedarme en su casa. En resumen, todo esto es consecuencia de mi enfermedad, y las señoras mencionadas me son muy útiles por conocer muy bien mi dolencia.

Estas verdades son conocidas en la mayor parte de Europa. Apelo por lo tanto a la bondad de Su Excelencia para informar amablemente a Su Eminencia el Cardenal Ruffo, ya que el fracaso en esa empresa sería mi ruina total.”

Una semana después escribe de nuevo al marqués de Ventivoglio:

“En casa, no vivo con las Girò. Las malas lenguas pueden decir lo que quieran, pero Vuestra Excelencia sabe que en Venecia una es mi casa, que me cuesta 200 ducados, y otra, lejos de la mía, es la de las Girò.”

Su constante preocupación por el dinero resulta perfectamente comprensible como músico, profesión económicamente vulnerable. De Brosses dice en su carta: “Vivaldi se hizo amigo íntimo mío para venderme conciertos harto caros. En parte se salió con la suya, y yo también en lo que yo deseaba, que era oírle y disfrutar a menudo de buenas recreaciones musicales: es un viejo con una furia compositiva prodigiosa. Le oí comprometerse a componer un concierto, con todas sus partes, en menos tiempo del que un copista tardaría en copiarlo. He descubierto, con gran asombro, que no es tan estimado como se merece en este país, donde todo está y pasa de moda.”

Fuese porque había perdido el favor del público, o el de sus protectores; o por las dificultades financieras en las que se vio envuelto en su aventura operística; o por el incidente que le había creado el Cardenal Ruffo; o por cualquier otro tipo de problema con el que se pudiese topar, el caso es que en septiembre de 1740 decidió irse de Venecia para dirigirse a Viena, pasando de camino por Graz, donde estaba actuando Anna Girò. Es de suponer que en el viaje iría acompañado, quizás esta vez por su propia familia. Si había depositado esperanzas en lograr algún cargo musical en Viena bajo la protección del emperador Carlos VI, tuvo que desengañarse pronto al enterarse de su muerte el 20 de octubre, con la clausura obligada de todos los teatros durante un año en señal de duelo. No consiguió encontrar su lugar en la ciudad imperial, ni tampoco una conexión con otras ciudades como Dresde o Praga, donde había cosechado éxitos. Probablemente estuviese considerando volverse a Venecia. Un mes antes de su muerte vende unos conciertos a un particular. Y el 28 de Julio de 1741, muere por algún tipo de infección, y es sepultado con toda modestia el mismo día.

En septiembre aparece un epitafio en las Commemoriali Gradenigo, una especie de revista informativa acerca de las instituciones y personalidades venecianas, haciéndose eco de su muerte: “En un tiempo, había ganado más de 50.000 ducados; pero su prodigalidad desordenada lo hizo morir pobre en Viena”. Empezaba el olvido de Vivaldi en este mundo.



Epílogo:

En 1926 el rector del colegio salesiano San Carlo, en el pueblo de Borgo San Martino, región del Piamonte, decidió que había llegado el momento de reparar los desperfectos que el edificio había ido acumulando a lo largo del tiempo, y para financiar la obra pensó en sacar a la venta el montón de libros y manuscritos viejos y polvorientos de música que guardaban descuidadamente en la biblioteca del colegio. Llamó entonces al director de la Biblioteca Nacional Universitaria de Turín, Luigi Torri, para que tasara la colección, y éste le pidió opinión a Alberto Gentili, profesor de historia de la música en la universidad.

Gentili descubrió 14 partituras de Vivaldi, un compositor relativamente conocido, o poco conocido, en aquel momento. No queriendo que su hallazgo se dispersara entre diversos anticuarios, ni deseoso de que pasara a manos del Estado italiano, creyó que su destino debería ser la Biblioteca de Turín, que en aquel momento carecía del dinero necesario para adquirirlo.

Gentili se las ingenió para conseguir donaciones privadas con las que financió la compra de ese lote de documentos en 1927, que fue entregado a la Biblioteca. Examinando aquellos manuscritos, Gentili se dio entonces cuenta de que debería haber un segundo lote en alguna parte, y empezó a rastrearlo. Los libros y manuscritos de los salesianos había sido legados por Marcello Durazzo, perteneciente a una antigua y noble familia genovesa. Un par de años después consiguieron identificar al propietario del segundo lote y descubrieron 13 nuevas obras. Todo parecía indicar que la familia de Vivaldi había vendido el montón de partituras  después de su muerte como un sólo lote, y en algún momento la familia Durazzo se hizo con él.

Gentili gestionó de nuevo otra donación con la que financió la compra de la segunda parte, y lo entregó a la Biblioteca de Turín.

Sin embargo el descubrimiento no pudo salir a la luz hasta después de la guerra mundial: Gentili, que tenía los derechos reservados del estudio y publicación de la colección, era judío, y por lo tanto no podía acceder a ningún cargo académico según las leyes raciales del gobierno fascista de Mussolini. Gracias a esas donaciones consiguieron juntar 30 cantatas profanas, 42 piezas sacras, 20 óperas, 307 piezas instrumentales y el oratorio Judith Triunfante: en resumen, un total de 450 piezas que dieron una nueva dimensión a la extraordinaria música del cura pelirrojo.