V |
ivaldi posa en el salón de su casa para un retrato al óleo que le están pintando en ese momento. El pintor, un joven que empieza a destacar en el mercado, se fija en su modelo un instante y le dice:
—Vivaldi, podéis hablar si queréis. Intentad no mover la cabeza demasiado. El resto del cuerpo puede relajarse ahora. Será solo un rato más. Esta luz de la tarde destaca mejor las formas, aprovechémosla.
—De acuerdo. De qué hablamos.
—Habladme de música.
—Resulta complicado hablar de música. No creo que las palabras puedan explicarla. Os puedo decir cómo se escribe, pero no cómo surge una melodía, por ejemplo… Yo creo que están en el aire. Ahora bien, aprendí música con el violín de mi padre y soy violinista, y para encontrar las notas tengo que ir moviendo el brazo rítmicamente: a veces lo alargo un poco más y a veces un poco menos, y ahí creo que radica mi principal fuerza: domino el ritmo y juego con él. ¿Y qué es el ritmo?
—Una repetición.
—Exactamente: una repetición. Lo mismo que el corazón repite los latidos dentro del pecho. Pero la música es algo más que ir moviendo los brazos. Necesita vida, alma, un soplo divino si queréis llamarlo así.
—No os mováis.
Vivaldi recupera su posición.
—¿Cómo os está yendo en el San Angelo?
—Bastante bien. Además, me gusta especialmente esta ópera. ¿Gustará al público? Espero que sí.
—¿Y la señorita Girò?
—¿Qué pasa con ella?
—¿Cómo lleva su papel?
Vivaldi observa con cierta desconfianza al pintor, que en ese momento presta absoluta atención a un detalle en el lienzo, para buscar enseguida una mezcla en la paleta.
—Ha trabajado mucho para el estreno y lo hará estupendamente. Tiene un gran sentido para lo dramático y es una excelente cantante.
El pintor se acerca a la tela para dar sus últimas pinceladas, tan concentrado en la labor que podría decirse que por un instante su mente está en otro mundo. Después da un par de pasos hacia atrás para contemplar a mayor distancia el resultado.
—Se acabó por hoy. No más de hora y media por sesión. Pasado mañana lo termino. Lo dejaremos secar un poco, no demasiado, y mientras tanto nos vendrá bien un día de descanso.
Vivaldi deja de posar y se va al otro lado del caballete para observar el cuadro.
—Se me ve un poco de pelo debajo de la peluca… Sin embargo, estoy seguro de que ese mechón no ha asomado en ningún momento. Cuando lo terminemos necesitaré copias de dibujos en tinta. ¿Por qué es tanto más caro un cuadro que un concierto?
—Para escribir un concierto a vos os basta con lo que tenéis a mano en este mismo cuadro: papel, pluma y un tintero. Ni siquiera necesitáis el violín. Yo necesito una tela y unos colores que son bastante más caros, empezando por ese rojo. Consideremos además que he empleado cuatro sesiones de hora y media, seis en total, con sus respectivas y obligadas pausas, para terminar el retrato (por no mencionar las horas que he pasado con los estudios preliminares). Vos, en cambio, sois capaz de escribir un concierto en poco más de lo que se tarda en transcribirlo. Y, por último, los ingresos por la venta de un concierto proporcionan a su vez otros ingresos cada vez que se ejecuta en público.
—De eso no veo nada normalmente. Además, esa rapidez en escribir un concierto es relativa. Debéis considerar todos los años de trabajo, duro y en ocasiones agotador, que la preceden.
–Esa es una buena observación. De todos modos, Vivaldi, sois un empresario exitoso.
—Escuchadme bien. Un cuadro es un objeto físico que se cuelga en una pared para que pueda contemplarse a lo largo del tiempo, después incluso de la muerte de quien lo pintara, o de quien posara para él o lo haya comprado. Ahí sigue, siempre en la pared. Ahora bien, ¿dónde podemos localizar la música, de manera que podamos ir allí y señalarla con el dedo? No desde luego en el pentagrama en el que se ha escrito: no son más que manchitas cuidadosamente ordenadas, instrucciones dadas para que el músico las ejecute, y lo que ejecuta y oímos en el periodo de tiempo que dura su interpretación es un sonido inmaterial que una vez terminado desaparece en el aire. Todo el mundo me considera un materialista, aunque me parece una apreciación totalmente injusta; y, sin embargo, vedme en la contradicción de tener que dedicarme a algo tan inmaterial.
Vivaldi se anima y continua con su exposición:
—¿Cuál es el principio de nuestra sociedad? Las deudas, gente encadenada a gente con los eslabones de las obligaciones y el dinero.
—¿Y qué es el dinero?
—Eso es: ¿qué es el dinero? Nuestra vara de medir el valor de las cosas, calibrada de una manera harto particular. Mi música es admirada y alabada en las principales cortes de Europa, soy el primer violinista de nuestro tiempo, incluso el mismo Papa pidió que tocara para él. Estáis en presencia de uno de los mayores músicos que ha conocido Venecia, y no hay ni habrá nunca música en este mundo como la de Venecia. Y sin embargo, yo… yo…
Vivaldi pierde por un momento el aliento y pone cara de asustado.
—¿Estáis bien?
—Agua… Apartaos y dejadme espacio para respirar… Estoy bien, gracias.
Vivaldi recupera poco a poco la compostura y eleva entonces su mano con el dedo índice apuntando al cielo, para decir con solemnidad:
—Dios, en su infinita sabiduría, quiso darme un don y a la vez un castigo. No lo cuestiono ni me quejo, el don bien merece la pena.
El pintor se sonríe al ver a Vivaldi recuperando de nuevo su sentido teatral.
—¿Os preocupa algo?
—No, todo está en orden. Necesitaré los dibujos en tinta, tengo que enviarlos para los grabados de mis publicaciones en Londres, Ámsterdam y Dresde.
El pintor observa a Vivaldi. Después de todas las sesiones para retratarlo, estudiándolo tan detenidamente, sabe que el personaje no es lo que parece y así ha pretendido enfocar su retrato. La puerta de la sala se abre en ese momento y entra una bonita muchacha de diecisiete años enmascarada, envuelta en una capa con una capucha. Después de cerrar la puerta, ve al pintor, se baja la capucha, se quita la máscara y lo saluda.
—Creí que el cuadro ya estaba terminado.
—Vivaldi, ¿y si hiciera un retrato de la señorita Girò?
La muchacha sonríe y mira a su maestro.
—Ahora mismo, no es el mejor momento. Tengo una cita con el alemán del otro día, a ver si logro que me compre algunos conciertos. Me pidió cuatro pero le llevaré diez.
El pintor recoge sus cosas y se despide hasta pasado mañana a la misma hora. Una vez fuera de escena, Vivaldi se dirige a la muchacha:
—Mirad el retrato. No puedo evitar pensarlo: veo al rosso, pero no al prete.
—Pedidle que os pinte con un breviario, o una cruz, o algo parecido.
—La verdad es que me gusta así. Anna, qué veis en este retrato.
—Creo que os ha captado perfectamente.
—Es listo. Me hace hablar para que me sienta cómodo y me asome tal como soy. Reconozco que eso me incomoda y me gusta al mismo tiempo... Y, según parece, también os quiere captar a vos.
Vivaldi escudriña con una mirada astuta el rostro de la muchacha, pero ella no le hace caso.
—Me habéis preguntado por lo que veo en el retrato. Os ha pintado hermoso porque sois hermoso, aferrado a la música igual que a ese mástil del violín, y anotando las notas en la partitura para mostrar lo que ocupa vuestra mente. Parecéis más joven de lo que sois, pero es que realmente dais esa impresión. Me gusta este cura pelirrojo. ¿Vamos a ver al alemán? La góndola espera fuera.
Vivaldi se queda pensando, toma el violín rápidamente, cierra los ojos y empieza a indagar sobre una melodía que se le acaba de ocurrir. Luego la transcribe en un pentagrama.
—Será un momento. Odio olvidarme de las ideas. Sé que luego vuelven, pero siempre me faltó paciencia para esperarlas de nuevo... Ya está. Ahora dadme unos minutos para cambiarme.
Anna contempla, mientras espera, el desorden en la mesa de trabajo; se acerca y aprovecha para fijarse en algunas partituras. Llaman a la puerta.
—¡Maestro! ¡Llaman!
—¡Id a ver qué quieren!
Cuando sale, ya perfectamente arreglado para la cita, ve a Anna con una nota en la mano y a un tipo descargando en el salón varias cajas de vino. Vivaldi lee la nota y entonces su cara expresa una profunda decepción.
—El alemán no puede vernos hoy y lo deja para la semana que viene. Me envía para disculparse estas botellas de vino.
Las mira tratando de comprender su significado y luego vuelve a leer la nota una vez más, hasta que desiste.
—Da igual que la lea cien veces, siempre dirá lo mismo. No será nada, la semana que viene le venderé los conciertos. Qué hacemos ahora.
—Sugiero lo siguiente: vamos a la cocina y preparo la cena mientras discutimos mi parte de la ópera, y cenamos tal como nos hemos vestido para la ocasión con este vino.
—Me parece bien. Nos lo beberemos a la salud del alemán. Avisad por favor al gondolero para que vuelva a medianoche. Después de cenar trabajaremos un rato más en vuestro papel.
—Sí, maestro.
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