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domingo, 3 de julio de 2016

Barcos de pesca en Les Saintes-Maries-de-la-Mer, de Vincent Van Gogh, Museo Van Gogh, Amsterdam.

Vincent Van Gogh llegó a París en Marzo de 1886. La oscuridad principal de sus primeras obras holandesas dio paso entonces a una claridad generalizada: los cuadros se le volvieron mucho más luminosos, y tuvo que delimitar la silueta de los objetos con líneas para armar y sujetar de alguna manera la nueva ligereza de todas las cosas, al tiempo que profundizaba en el contraste cromático trabajando con los colores primarios (rojo, azul y amarillo) y sus complementarios (verde, naranja y violeta).

Van Gogh había llegado a la pintura a la edad de 27 años y puede decirse que la pintura le estaba esperando. Hasta entonces no había logrado encajar en ningún oficio ni realmente con nada ni nadie, ni siquiera predicando el evangelio entre los mineros de la oscura Borinage. De alguna manera Van Gogh siempre fue en busca de la luz, y ese impulso le llevó a encontrarla literalmente en la meridional Provenza unos pocos años después, en donde profundizaría en una soledad a veces abrumadora en sus girasoles, paisajes y autoretratos. Se fue después a Auvers-sur-Oise, en las afueras de París, donde pintaría sus últimos y sorprendentes campos de trigo.

El museo Van Gogh de Amsterdam conserva una buena selección de obras de todas sus etapas. Está lleno de gente y resulta un poco complicado ponerse delante de un cuadro tal como me gusta hacer: acercándome más allá de lo permitido para poder apreciar la pincelada, a media distancia para mirar parcialmente ciertas zonas o echando un par de pasos atrás para poder ver el cuadro un poco desde fuera. A decir verdad, la actual popularidad de Van Gogh resulta complicada de explicar.

No fue un gran dibujante, como lo fue por ejemplo su amigo Toulouse-Lautrec; a sus composiciones a veces les falla esto o lo otro; su técnica del color no es la de Gaugin, Matisse o incluso Bonnard. Lo que le distingue e incluso distancia de los demás es el apasionamiento en su trabajo en esos 10 años que vivió la pintura: se metió en cada pincelada, en cada trazo de sus dibujos, y en cada color con todo el alma, y se proyectó en sus cuadros como ningún otro pintor de su tiempo. De alguna manera esos cuadros, mejores o peores, los llenó de vida y lo contienen, y quizás sea eso lo que la gente siente al mirarlos.

Éste de aquí me gusta por lo que tiene de atípico en él. Son unas barcas de pescadores en un pueblo en el sur de Francia, Les Saintes Maries de la Mer, cerca de Arles en La Camarga. Los grises y azules del mar y el cielo, y el amarillo de la arena lo pintó con tranquilidad y oficio. La pincelada es comedida y precisa. Un detalle que me gusta mucho es que el color vivo de las barcas de pesca no procede de una licencia pictórica del pintor, sino de la propia pintura sobre la madera de las barcas. Los palos y cuerdas de las barcas varadas crean una complejidad estupenda en el aire, y más allá lo complementa con esas otras barcas navegando en una misma línea compositiva. Tiene algo de pintura japonesa que tanto le gustaba, sobre todo por la contraposición entre lo lejano y lo cercano y la cosa acuática de fondo. He encontrado el siguiente comentario en una de sus cartas:

“He pasado una semana en Les Saintes-Maries. En la playa de arena había pequeñas barcas verdes, rojas y azules, de formas y colores tan bellos que hacían pensar en flores. Son tan pequeñas que casi nunca van a alta mar. Salen cuando no hace viento y vuelven a tierra cuando sopla con demasiada fuerza.”

Óleo sobre tela, 65 cm x 81.5 cm 
 


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