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domingo, 11 de junio de 2017

Sogno di una fanciulla, sobre 1505, de Lorenzo Lotto, National Gallery of Art de Washington.

Lorenzo Lotto nació en Venecia en 1480 y murió en Loreto en 1556. Se formó por tanto en el principio del Cinquecento, seguramente el momento más creativo y lleno de ideas del Renacimiento. Fue un buen retratista, pintó escenas mitológicas con gracia y sus tablas para las iglesias siguen teniendo interés. Sin embargo su carrera como pintor resultó complicada. Podemos detenernos un momento en este posible autorretrato:



Las dos arrugas entre las cejas indican su seriedad y son el signo de un cierto dolor; su vestimenta negra es austera, lo mismo que el cuadro en general; un bonito color verde de fondo contrasta y hace destacar el color castaño y un poco rojizo de su barba, lo mismo que esos ojos que nos miran de reojo, desconfiando un poco del público y sin embargo posando ante él. En realidad se estaba mirando a sí mismo en un espejo mientras se pintaba, de manera que también expresa la concentración del momento y cierta desconfianza mientras pasaba de la imagen en el espejo a la que iba resultando en el lienzo. Parece un tipo reservado, y sin embargo también con la necesidad evidente de expresarse.

La tabla que vamos a comentar a continuación no está firmada, datada ni documentada. En 1681 se le atribuyó a Giorgione en una venta de los Medici en 1681 con el siguiente comentario: "Quadro in tavola di Giorgione, con una dona seduta che guarda il cielo tiene un drapo nelle mani qual sono Danae in piogia d'oro." En 1887 Sir Martin Conway la compró de la colección de Castelbranco en Milán, creyendo que se trataba de una obra del pintor alemán del XVII temprano Hans Rottenhammer; y fue entonces que se relacionó con Lotto por similitud con otra tabla parecida obra de él. En 1934 Kress la adquirió de la colección de Alessandro Contini Bonacossi, le hicieron incluso radiografías que mostraron una curiosa figura detrás, y en 1938 pasó a residir en el Museo de Washington. Se ha querido ver a Dánae y la lluvia de oro, también a la ninfa Rodo, y más en general una alegoría moral sobre la castidad y la tentación del deseo carnal, así como una alusión a la Laura de Petrarca y su “Chiare fresche e dolci acque”, con ese agua a un costado y el laurel que le crece detrás: laurel que conecta también con la ninfa Dafne.

Óleo sobre tabla 42,9 x 33,7 cm.

Pintar un cuadro pequeño es tan o más difícil que pintar uno grande, y siempre destaca más la idea que en uno grande. Tenemos a la muchacha vestida de blanco y oro en el centro de la composición que se destaca con una luz sobrenatural junto a un remanso de agua clara. Tiene los ojos abiertos y parece ausente en su ensueño. Un cupido o algún tipo de angelito alado deja caer sobre ella unas flores blancas de cuatro pétalos como si fuese un fino polvo de estrellas, y detrás crece la rama joven de un laurel que parece proceder incluso de su misma cabeza, como si la vida brotara directamente de ella con la fuerza de la naturaleza. Se unen la noche y el día como si se ubicara la escena más allá del tiempo, con el amanecer cálido entre las montañas y el azul frío de la noche más arriba. Desde la frondosidad del bosque se asoma una sorprendente sátira, que guarda un cierto parecido con el rostro de la muchacha, mirando no sabemos si a ella o al sátiro al otro lado ocupado en embriagarse con un vino que contrasta con el agua limpia que ella tiene delante. De fondo unas montañas que parecen más imaginarias que descriptivas.

Hay una simetría entre el cielo arriba con sus azules, y lo terrenal abajo con sus verdes: la fila de montañas en el centro hace de eje y las figuras forman varios triángulos entre sí apuntando hacia arriba. Esa distribución la rompen los árboles que crecen verticalmente hacia arriba y el hilo de flores que caen hacia abajo, creando así un cierto movimiento en la mirada que mezcla cielo y tierra, y la realidad y el sueño.

Todas esas imágenes alrededor suceden mientras la muchacha contempla su visión con los ojos abiertos. Está presente entre todo lo demás, pero parece pertenecer a un orden distinto de cosas: nos la muestran soñando en un mundo en el que lo visible parece un sueño.

Mirar un cuadro es tratar de conectar a través de las formas organizadas sobre una superficie plana con lo que la gente que las pintó pensaba, imaginaba o incluso soñaba mientras lo hacía. Siglos después de que la pintaran, esta tablita de un palmo y medio de alto por uno y poco de ancho contiene la profundidad de un sueño, y de alguna manera nos abre una puerta y toca nuestras emociones y nos hace funcionar el pensamiento al recorrerlo con la mirada.

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